Si las metáforas son las perversiones del lenguajes,
entonces las perversiones son las metáforas del amor.
Karl Kraus
H. Pascal
—No puedo.
—Claro que sí.
—Te advierto que no puedo. No estoy en días propicios.
El pasó la lengua por sus labios. Ella miró ese gesto no como un signo de gula, sino como una mueca en que se evidenciaba, una vez más, deliciosamente, su inmadurez.
—Además no quiero. Luego sueño feo.
—Los sueños son sólo un camino hacia el deseo.
El acercó su mano hacia la cintura de ella. El umbral de la puerta estaba iluminado por un cielo rojo, un extraño resplandor de media noche.
Ella deshizo el conato de abrazo.
—Sí puedes. Y sí quieres.
Era el cabello rojo de ella que cubría toda la noche, toda la percepción de él. Todo su gusto exacerbado. Sus colmillos retráctiles estaban a punto de saltar. Pero se contuvo. Dominó el salto del vampiro. La necesitaba a ella, olía su sangre a través de la falda, a través de las sombras rojizas de la noche.
—Sí quiero, pero no puedo. Te lo juro.
—No jures en vano.
Volvió a acercar sus manos hacia el talle femenino. No hubo resistencia, a pesar de que lo eludía, pues abrió el umbral de su casa para dejarlo pasar.
—Aquí abajo no. Vamos a mi alcoba.
Era una diosa terrible cuando subía aquellas escaleras oblongadas. Una diosa arribando lentamente al cielo oscuro del deseo. Una doncella de otros tiempos a punto de perder la virginidad, otra vez.
Atravesaron el pasillo de hierro. Atravesaron la mente del universo, el camino hacia un quart a punto de estallar cuando entraron a la recámara iluminada por neones de colores. Atravesaron el tacto de Dios cuando finalmente se abrazaron. Ella traía la blusa azul. La blusa que como un mar en retirada fue deshaciéndose en un extenso escote a medida que se desprendían los botones. Una ola que se dilataba y se contraía como un ciclón que se deshace para dejar paso al festejo de la creación. El reino de la carne blanca ante los ojos de él.
—Déjame tocarte.
—Abre tu boca.
—Déjame verte más.
—Abre tus sentidos, abre tu tacto, desenvuelve tu toque de chaman, distiende tu lengua de bardo, despliega las velas de tu vida. Déjame mostrarte otro camino hacia el vacío.
La camisa blanca, los jeans, la lengua de los tenis, las agujetas de la conciencia se desprendieron. Cayó de rodillas ante ella. Tomó desde abajo los senos pequeños mientras miraba hacia el elevado altar de su hermoso rostro, de su sonrisa, de su cabello rojo. Fue bajando el beso de sus dedos por el pecho, por el abdomen y el talle hasta llegar a la falda. Acarició la piel de la pelvis a través de la tela, bajando más y más, sin dejar de mirarla, sin dejar de sentir su aliento rojo sobre él. Las manos penetraron por debajo de la falda para hallar la pequeña pantaleta y la jalaron, lentamente. Los ojos siguieron el movimiento de los párpados de ella, entornándose; los oídos escucharon el leve sonido de la toalla íntima al desprenderse de la tela.
—No, no; así no—, dijo ella, cuando él retiró la toallita humedecida de rojo y comenzó a alzar la falda empujando con su rostro, oliendo la sangre, el tejido casi vivo que se desprendía suavemente de aquel nudo de nervios, fuente de desconciertos que la atravesaba entre las piernas.
—Sí, así sí...
Ella intentó retirar ese rostro hambriento que buscaba sumergirse en su interior, y jaló suavemente sus cabellos. Pero no pudo, no quiso ser capaz. No deseaba contener el toque de esa respiración anhelante, la brecha que abría en su alma esa búsqueda inefable.
La lengua en busca de la sal. El goce en busca del deseo. La vida en busca de la muerte. La muerte en busca del placer. La lengua en busca de una gota de carne, de una gruta enrojecida, de un manantial de fluidos imprecisos.
Ella respingó hacia atrás. Ella sintió cómo se rasgaba de lascivia; ella sintió la mórbida vía láctea que reventaba lentamente en su interior.
—No, así no.
—Así sí...
Cada vez más profundamente, cada vez más sangre, más fluidos, más células, más savia primordial en busca de la caricia de gato salvaje que la engullía, más fuego líquido para llenar el hambre de esa lengua hecha de conflagraciones, más zumo de fervoroso amor para ahogar la idolatría del santo idiota arrodillado a sus pies.
El ascenso hacia el cielo obsceno del deseo, el descenso al mar luminoso de la desesperación.
La caída incesante. La vida dilatada en un grito, la muerte comprimida en un suspiro final.
Cuando se desmayó, él la tenía férreamente sostenida por la cadera, aprisionando sus glúteos con las palmas, clavando las uñas en su cintura.
Los colmillos retráctiles habían saltado como dos estacas de marfil perfecto. Los ojos habían nutrido su color con la sangre, con los tejidos, con el sentido de la realidad única. Con la delicia de la nutrición profunda, espiritual, libertina, incompleta, favorable, envenenada, propicia.
Se levantó tomando el cuerpo de ella entre sus brazos. La tendió en la cama y miró su figura entre penumbras. El torso desnudo. El cabello revuelto. La piel más pálida que nunca. Los ojos cerrados. La respiración de una diosa dormida. Los senos amodorrados. La falda alzada. El pubis abierto, los muslos con tatuajes incoherentes, hilos de sangre, hebras de fluidos rojos, trazos de tejido viviente, dibujos dadaístas, jeroglíficos que relataban el instante de una vida, glosolalias que cifraban su mensaje en la satisfacción.
La dejó así. Observándola mientras se vestía.
Cuando salió, la media noche le parecía más roja que nunca.
Miró hacia el parque. Nada lo observaba.
Se acercó para estar seguro de que sólo sonreía. De que en sus ojos no había otra cosa que una estúpida burla.
—Eso no cuenta—, dijo Nada.
—¿Qué?
—El mole de horqueta no cuenta.
—No te entiendo.
—Bebiste sólo endometrio. Comiste licuado de células, líquido de matriz. Eso no es sangre. Ergo, no cuenta.
El recuerdo de la madriza. Las ganas de repetir los chingadazos. La evocación instantánea de sus labios, de su sangre. El asco.
Escupió sobre Nada. La saliva aún rojiza escurrió por su rostro como una amiba derretida.
Nada suspiró.
Nadie le dio la espalda para internarse en la noche, en el crepúsculo rojo de sus propios pensamientos.
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