El tejedor de la tumba.
The weaver in the vault, Clark Ashton Smith (1893-1961)
The weaver in the vault, Clark Ashton Smith (1893-1961)
Las instrucciones de Famorgh, cincuenta y nueve rey de Tasuun, estaban detalladas detenidamente y, además, no podían ser desobedecidas sin incurrir en penas que convertirían la muerte en una cosa agradable. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, tres de los más valientes servidores del rey, saliendo por la mañana del palacio de Miraab, discutían con ligero parecido a la jocosidad si, en su caso, la obediencia o la desobediencia serían el mal más terrible.
El encargo que acababan de recibir de Famorgh era tan extraño como desagradable. Tenían que visitar Chaon Gacca, sede de los reyes de Tasuun en tiempos inmemoriales, que se encontraba a más de noventa millas al norte de Miraab y, descendiendo a las cámaras sepulcrales bajo el ruinoso palacio, tenían que encontrar y llevar a Miraab lo que quedase de la momia del rey Tnepreez, fundador de la dinastía a la que pertenecía Famorgh. Nadie había entrado en Chaon Gacca durante siglos y la conservación de los muertos en sus catacumbas no era segura, pero aunque solamente quedase el cráneo de Tnepreez, el hueso de su dedo meñique, o el polvo de la momia si ésta se había desintegrado, los guerreros tenían que recogerlo cuidadosamente, guardándolo como una reliquia sagrada.
—Esta es una misión para hienas más que de guerreros —gruñó Yanur entre su barba negra en forma de azada—. Por el dios Yululún, guardián de las tumbas, que me parece mala cosa molestar a los pacíficos muertos. Y, verdaderamente, no es bueno que los hombres entren en Chaon Gacca, donde la muerte ha erigido su capital y ha reunido a todos los espíritus para que le rindan homenaje.
—El rey debiera haber enviado a sus embalsamadores—opinó Grotara.
Era el más joven y más grande de los tres, llevándoles una cabeza completa a Yanur o a Thirlain Ludoch y, como ellos, era un veterano de guerras salvajes y peligros desesperados.
—Sí, dije que era una misión para hienas—insistió Yanur—. Pero el rey sabía muy bien que ningún mortal en todo Miraab, excepto nosotros, se atrevería a entrar en las malditas tumbas de Chaon Gacca. Hace dos siglos el rey Mandis, que deseaba recuperar el espejo de oro de la reina Avaina para su concubina favorita, envió a dos valientes para que descendiesen a las tumbas, donde la momia de Avaina se sienta majestuosa, en una tumba aparte, sosteniendo el espejo en su mano reseca... Y los guerreros fueron a Chaon Gacca..., pero no volvieron. Y el rey Mandis, puesto sobre aviso por un adivino, no intentó por segunda vez conseguir el espejo, sino que satisfizo a su amante con otro regalo.
—Yanur, tus cuentos deleitarían a los que están esperando el hacha del verdugo—dijo Thirlain Ludoch, el mayor del trío, cuya castaña barba había adquirido el color del cáñamo debido a los soles del desierto—. Pero a mí no me gustan. Es conocimiento vulgar que las catacumbas están habitadas por cosas peores que los cadáveres o los fantasmas. Hace largo tiempo, unos extraños demonios vinieron del loco y nefando desierto de Dloth, y he oído contar que los reyes abandonaron Chaon Gacca a causa de ciertas sombras que aparecían a mediodía en los salones del palacio, sin ninguna forma visible que las proyectase, y no se marchaban de allí, sin cambiar a pesar de los cambios de iluminación y totalmente inmunes a los exorcismos de los sacerdotes y de los hechiceros. Los hombres dicen que la carne de todo el que se atreviera a tocar esas sombras, o pisar sobre ellas, se volvía negra y pútrida como la carne de los cadáveres de meses, todo en un solo segundo. A causa de tales cosas, cuando una de las sombras llegó y se colocó sobre su trono, la mano derecha del rey Agmeni se pudrió hasta la muñeca y cayó al suelo como el desecho de un leproso... Después de eso nadie quiso vivir en Chaon Gacca.
—En verdad, yo he oído otras historias —dijo Yanur—. El abandono de la ciudad fue debido principalmente al fallo de los pozos y las cisternas, de las que el agua había desaparecido después de un terremoto que dejó el país sembrado de grietas tan profundas como el infierno. El palacio de los reyes fue hendido por una de estas grietas y el rey Agmeni fue presa de una violenta locura cuando inhaló los vapores infernales que salían de la hendidura. Nunca volvió a estar completamente sano, en su vida posterior, después del abandono de Chaon Gacca y la construcción de Miraab.
—Esa es una historia que puede ser creída—dijo Grotara—. Y seguramente hay que pensar que Famorgh ha heredado la locura de su antepasado Agmeni. Mi pensamiento es que la casa real de Tasuum se pudre y se desliza a la ruina. Las prostitutas y los hechiceros hormiguean en el palacio de Famorg como los gusanos en la carroña, y ahora, en esta princesa Lunalia de Xylac, a quien ha tomado por esposa, ha encontrado una prostituta y una bruja juntas. Nos ha enviado en esta misión por deseo de Lunalia, que necesita la momia de Tnepreez para sus propios e impíos propósitos. Tnepreez, he oído, fue un gran mago en sus tiempos y Lunalia se serviría de la poderosa virtud de sus huesos y cenizas para la confección de sus filtros. ¡Bah! No me gusta la misión de traer esto. Hay bastantes momias para que la reina confeccione las pociones que enloquecen a sus amantes. Famorgh está completamente embrutecido y es engañado.
—Ten cuidado —le advirtió Thirlain Ludoch—, porque Lunalia es un vampiroque desea siempre a los jóvenes y a los fuertes..., y tu turno puede llegar pronto, oh Grotara, si la fortuna nos hace volver con vida de esta expedición. La he visto mirándote.
—Antes copularía con una lamia salvaje—protestó Grotara, lleno de virtuosa indignación.
—Tu aversión no te ayudaría—dijo Thirlain Ludoch—... porque conozco a otros que han bebido las pociones... Pero nos estamos acercando al último puesto donde venden vinos de Miraab y mi garganta ya está seca de antemano con el pensamiento de este viaje. Necesitaré una frasca entera de vino de Yoros para quitarme el polvo.
—Tú lo has dicho—asintió Yanur—. Yo ya estoy tan seco como la momia de Tnepreez. ¿Y tú, Grotara?
—Beberé cualquier cosa, con tal que no sean los filtros de la reina Lunalia.
Montados sobre rápidos e incansables dromedarios, y seguidos por un cuarto camello que llevaba a la espalda un ligero sarcófago de madera para la acomodación del rey Tnepreez, los tres guerreros dejaron pronto atrás las brillantes y ruidosas calles de Miraab y los campos de sésamo, los huertos de albaricoques y granados que se extendían durante millas alrededor de la ciudad. Antes del mediodía dejaron la ruta de las caravanas y tomaron un camino usado pocas veces por alguien, excepto los leones y chacales. Sin embargo, el camino a Chaon Gacca era claro, porque las rodadas de las viejas carretas estaban todavía profundamente marcadas sobre el suelo del desierto, donde la lluvia no caía durante ninguna estación.
La primera noche durmieron bajo las frías y arracimadas estrellas, haciendo guardia por turnos, por miedo a que un león los cogiese por sorpresa, o a que alguna víbora reptase junto a ellos en busca de calor. Durante el segundo día pasaron entre colinas y barrancos que dificultaron su avance. Aquí no se oían los crujidos producidos por las serpientes o los lagartos, nada, excepto el sonido de sus propias voces y el arrastrar de los cascos de los camellos, rompía el silencio que lo envolvía todo como una muda maldición. De cuando en cuando veían unas ramas de cactos resecas por los siglos, o los agujeros de árboles quemados por relámpagos inmemoriales sobre los calcinados repechos, reflejados contra el oscurecido cielo. El segundo atardecer les encontró a la vista de Chaon Gacca, que alzaba sus desmoronadas murallas a una distancia de menos de cinco leguas en un ancho valle abierto. Acercándose entonces a un santuario de Yuckla, el pequeño y grotesco dios de la risa, que se encontraba a un lado del camino, se alegraron de no tener que continuar aquel día, refugiándose en el ruinoso santuario por miedo a los vampiros y demonios que quizá habitasen en la vecindad de aquellas ruinas malditas. Habían traído con ellos desde Miraab un pellejo lleno del fuerte vino de Yoros del color del rubí, y aunque la piel estaba ahora vacía en sus tres cuartos, al atardecer derramaron una libación sobre el altar roto y rogaron a Yuckla que les diese cuanta protección pudiese contra los demonios de la noche.
Durmieron sobre las desgastadas y frías losas cerca del altar, turnándose para la vigilancia, como la noche anterior. Grotara, que hizo la tercera guardia, contempló por fin cómo palidecían las estrellas y despertó a sus compañeros, en una aurora que parecía un remolino de cenizas entre la oscuridad negra como el carbón. Después de una escasa comida de higos y carne de cabra seca, reanudaron su viaje, conduciendo sus camellos por el valle y avanzando en zigzag sobre las pendientes llenas de piedras cada vez que se acercaban a las fracturas abismales sobre la tierra y la roca. Estos rodeos hicieron que su aproximación a las ruinas fuese lenta y tortuosa. El camino estaba festoneado por los troncos de árboles frutales que habían perecido hacía tiempo y por corrales y granjas donde ni la hiena tenía ya su guarida. A causa de sus muchas vueltas y desviaciones, cuando cabalgaron por las resonantes calles de la ciudad era bien entrado el mediodía. Las sombras de las ruinosas mansiones se pegaban a sus paredes y puertas como desgarrados mantos purpúreos. Por todas partes eran visibles los rastros de un terremoto y las grietas en las avenidas y las mansiones desmoronadas servían para testificar la verdad de las historias que Yanur había oído refiriéndose a la razón del abandono de la ciudad.
Sin embargo, el palacio de los reyes era todavía preeminente entre los otros edificios. Un montón venido abajo lucía su ceño de oscuro pórfido sobre una baja acrópolis en el barrio septentrional. Para hacer esta acrópolis, una colina de sienita roja fue despojada del suelo que la recubría en tiempos antiguos y había sido labrada en altas murallas circulares, rodeadas por un camino que subía lentamente hasta la cima. Siguiendo este camino, y cuando se acercaban a las puertas del patio, los servidores de Famorgh llegaron ante una fisura que interceptaba el paso desde la muralla al precipicio, abriéndose en el acantilado. La sima tenía menos de una yarda de ancho, pero los dromedarios retrocedieron ante ella. Los tres desmontaron, y dejando que los camellos esperasen su vuelta, saltaron con agilidad sobre la grieta. Grotara y Thirlain Ludoch, que llevaban el sarcófago, y Yanur, que llevaba el pellejo, pasaron bajo la destrozada barbacana.
El amplio patio estaba pesadamente sembrado con los restos de torres y galerías, antaño orgullosas, sobre las que los guerreros treparon con gran cuidado, ojeando las sombras de cerca y aflojando sus armas en la vaina, como si estuviesen coronando las barricadas de un enemigo escondido. Los tres se sobresaltaron ante la pálida y desnuda forma de un coloso femenino reclinado entre los bloques y piedras de un pórtico detrás del patio. Pero al acercarse vieron que la forma no era la de un demonio hembra, como habían temido, sino que era sólo una estatua de mármol que en tiempos había sido una cariátide entre los poderosos pilares. Entraron en el salón principal, siguiendo las instrucciones que les había proporcionado Famorgh. Aquí, bajo el hendido y tambaleante techo, se movieron con la mayor precaución, temiendo que una ligera sacudida, un susurro, haría caer la ruina suspendida sobre sus cabezas como una avalancha. Trípodes volcados de verdoso cobre, mesas y taburetes de ébano astillado, y fragmentos de porcelana decorada en colores alegres, se mezclaban con enormes trozos de pedestales, fustes y entablamentos, y sobre un estrado de heliotropo verde con manchas rojas se descomponía el trono de plata de los reyes entre las mutiladas esfinges, esculpidas en jade, que montaban guardia eternamente a su lado.
En el extremo más alejado del salón encontraron una alcoba que todavía no se hallaba bloqueada por los destrozos caídos y donde estaban las escaleras que conducían abajo, a las catacumbas. Antes de emprender el descenso se detuvieron brevemente. Yanur se pegó sin ceremonia al pellejo que llevaba y lo aligeró considerablemente antes de asarlo a manos de Thirlain Ludoch, que había observado sus libaciones atentamente. Thirlain Ludoch y Grotara se bebieron el resto del vino entre los dos, y este último no gruñó ante los espesos posos que le correspondieron. Así repletos, encendieron tres antorchas de terebinto embreado que habían traído junto con el sarcófago. Yanur fue el primero en desafiar las tenebrosas profundidades con la espada desenvainada y una antorcha humeante en su mano izquierda. Sus compañeros le seguían, llevando el sarcófago en el que, levantando un poco la tapa, habían colocado las otras antorchas. El poderoso vino de Yoros rugía en su interior, alejando sus sombríos miedos y aprensiones. Los tres eran bebedores experimentados y se movían con mucho cuidado y prudencia, sin tropezar en los penumbrosos e inseguros escalones.
Pasando junto a una serie de bodegas, llenas de jarras destrozadas y hechas pedazos, llegaron al fin, después de muchas vueltas y revueltas de los escalones, a un amplio corredor, excavado en el corazón de la sienita, bajo el nivel de las calles de la ciudad. Se extendía ante ellos en una ilimitada penumbra mostrando sus paredes intactas, y su techo no dejaba pasar ni un rayo de luz por alguna grieta. Parecía que hubiesen entrado en alguna inexpugnable ciudadela de los muertos. En el lado derecho estaban las tumbas de los reyes más antiguos, a la izquierda los sepulcros de las reinas, y los pasajes laterales conducían a un mundo de cámaras subsidiarias reservadas para otros miembros de la familia real. En el extremo opuesto del salón principal encontrarían la cámara sepulcral de Tnepreez. Yanur, siguiendo la pared de la derecha, llegó pronto a la primera tumba. Según era costumbre, las puertas estaban abiertas y eran más bajas que la altura de un hombre, de forma que todos los que entrasen debieran humillarse en presencia de la muerte. Yanur acercó su antorcha al dintel y leyó dificultosamente la inscripción grabada sobre la piedra, que decía que la tumba pertenecía al rey Acharnil, padre de Agmeni.
—En verdad —dijo—, no encontraremos aquí otra cosa que los inofensivos muertos.
Después, y como el vino que había bebido le impulsara a algún tipo de bravuconería, se inclinó por debajo de la puerta e introdujo la parpadeante antorcha en la tumba de Acharnil. Sorprendido, lanzó un juramento alto y propio de soldados, que hizo que los otros dejasen su carga y se apretasen detrás suyo. Escudriñando la cuadrada cámara, que tenía una amplitud regia, vieron que no estaba ocupada por ningún inquilino visible. La alta silla de oro y ébano, místicamente grabada, en la que la momia debía sentarse coronada y vestida como en vida, estaba adosada a la pared opuesta sobre una baja plataforma. ¡Sobre ella se veía una túnica vacía negra y carmesí y una corona de plata adornada con zafiros negros y en forma de mitra, como si el rey muerto las hubiese dejado allí y se hubiese marchado!
Sobresaltados y con el vino desapareciendo rápidamente de sus cerebros, los guerreros sintieron reptar el escalofrío de un misterio desconocido. Yanur, sin embargo, se animó a entrar en la cámara. Examinó las oscuras esquinas, levantó y sacudió las vestiduras de Acharnil, pero no halló ninguna respuesta al acertijo de la desaparición de la momia. En la tumba no había polvo, ni el más ligero olor, ni señales de la podredumbre de un ser mortal. Yanur se reunió con sus camaradas y los tres se miraron los unos a los otros con una atemorizada consternación. Reanudaron su exploración del salón, y Yanur, según se acercaba a la entrada de cada tumba, se detenía delante de ella y con su antorcha agitaba las sombras, sólo para descubrir un trono vacío y los abandonados atributos de la realeza. No parecía existir una explicación razonable para la desaparición de las momias, en cuya conservación se habían empleado las poderosas especies de Oriente, junto con sosa, haciéndolas prácticamente incorruptibles. Dadas las circunstancias, no parecía que hubiesen sido retiradas por manos de ladrones humanos, quienes difícilmente hubiesen dejado detrás las preciosas joyas, telas y metales, y todavía era menos probable que hubiesen sido devoradas por los animales, porque en tal caso hubiesen quedado los huesos y las vestiduras estarían desgarradas y en desorden. Los míticos terrores de Chaon Gacca comenzaron a adquirir una inminencia más oscura y los investigado- res miraban y escuchaban temerosamente mientras avanzaban por el silencioso salón sepulcral.
Al poco, después de haber verificado que más de una docena de tumbas estaban también vacías, vieron el centelleo de varios objetos de acero sobre el suelo del corredor ante ellos. Examinándolos, resultaron ser dos espadas, dos yelmos y dos corazas de un tipo ligeramente anticuado, como las que los guerreros de Tasuun habían llevado antiguamente. Muy bien podrían haber pertenecido a los valientes desaparecidos que el rey Mandis había enviado para recuperar el espejo de Avaina. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, contemplando aquellas siniestras reliquias, fueron presa de un deseo casi frenético de cumplir con su misión y volver a ganar la luz del sol. Sin detenerse para inspeccionar las tumbas separadas, se apresuraron, debatiendo el curioso problema que se presentaría si la momia buscada por Famorgh y Lunalia se hubiese desvanecido como las otras. El rey les había mandado que trajesen los restos de Tnepreez y sabían que ninguna excusa o explicación de su fallo sería aceptada. En tales circunstancias, su vuelta a Miraab sería poco aconsejable, y lo único seguro sería ir detrás del desierto septentrional, a lo largo de la ruta de las caravanas, hacia Zul-Bha-Sair o Xylac.
Parecía que habían atravesado una distancia enorme entre las tumbas más antiguas. La formación de la piedra en el lugar donde llegaron era más blanda y quebradiza y el terremoto había producido daños considerables. El suelo estaba cubierto por los detritos, las paredes y el techo llenos de fracturas y algunas de las cámaras se habían derrumbado en parte, de forma que su soledad se ofrecía a las indiferentes miradas de Yanur y sus compañeros. Cerca del fin del salón se encontraron ante una grieta que dividía el suelo y el techo, resquebrajando el dintel de la última cámara. La grieta tenía unos cuatro pies de anchura y la antorcha de Yanur no permitió discernir su fondo. Vio el nombre de Tnepreez sobre el dintel cuya antigua inscripción que narraba los títulos y las hazañas del rey había sido partida en dos por el cataclismo. Después caminando sobre una estrecha repisa, entró en la cámara. Grotara y Thirlain Ludoch se apelotonaron a sus espaldas, dejando el sarcófago en el salón.
El trono sepulcral de Tnepreez, roto y volcado yacía sobre la hendidura que había desgarrado la tumba de lado a lado. No había trazas de la momia que, como se deducía de la posición invertida del asiento, había, sin duda, caído en aquellas profundidades abiertas en el momento de producirse. Antes de que los buscadores pudiesen dar voz a su desilusión y desmayo, el silencio a su alrededor fue roto por un sordo retumbar, como el de un trueno lejano. La piedra bajo sus pies tembló, las paredes se sacudieron y agitaron, el ruido, en largas y escalofriantes ondulaciones, se hizo más alto y amenazador. El sólido suelo pareció levantarse y fluir con un movimiento continuo y aterrador, y entonces, cuando se volvían para emprender la huida, pareció que el universo caía sobre ellos en un atronador diluvio de noche y ruina.
Grotara, al despertar en la oscuridad, percibió una carga terrible, como si algún fuste monumental estuviese sobre sus pies y la parte inferior de sus piernas, que estaban aplastados. La cabeza le latía y le dolía como del golpe de una embotadora maza. Brazos y cuerpo estaban libres, pero el dolor de sus extremidades se hizo insufrible, haciéndole desmayarse otra vez cuando intentó retirarlas del peso que tenían encima. El terror se cernió sobre él como la garra de un vampiro cuando comprendió su situación. Había sobrevenido un terremoto, semejante al que causara el abandono de Chaon Gacca, y él y sus camaradas estaban sepultados en las catacumbas. Gritó en alto, repitiendo los nombres de Yanur y Thirlain Ludoch muchas veces, pero ni un gemido ni un crujido le demostraron que todavía estaban con vida.
Palpando con la mano derecha. halló numerosos trozos de piedra. Estirándose hacia ellos, encontró varios fragmentos de piedra del tamaño de rocas pequeñas, y entre ellos una cosa suave y redondeada, con una protuberancia en el centro que reconoció como el casco que llevaba alguno de sus compañeros. A pesar de todos sus penosos esfuerzos no pudo llegar más lejos y fue incapaz de identificar a su poseedor. El metal estaba fuertemente abollado y la cresta del casco se hallaba doblada como por el impacto de alguna masa muy pesada. A pesar de su situación, la fiera naturaleza de Grotara rehusaba hundirse en la desesperación. Consiguió colocarse en una posición sentada y, doblándose hacia adelante, se las arregló para alcanzar el enorme bloque que había caído sobre el extremo de sus piernas. Lo empujó con un esfuerzo hercúleo, rugiendo como un león atrapado, pero la masa no se movía. Durante horas, o eso parecía, luchó como contra algún demonio monstruoso. Su frensí sólo fue calmado por el agotamiento. Al fin, se recostó hacia atrás y la oscuridad le rodeó como algo viviente, pareciendo devorarlo con sus colmillos de dolor y horror.
El delirio revoloteó próximo y creyó haber oído un zumbido bajo y débil debajo, en el interior de las pedestres entrañas de la tierra. El ruido se hizo más alto, como ascendiendo de un infierno desbordado. Percibió una luz descolorida e irreal que se agitaba ante él, permitiendo ver borrosas ojeadas del destrozado techo. La luz se hizo más fuerte, y levantándose un poco vio que venía de la grieta causada por el terremoto en el suelo. Era una luz de un tipo que él nunca había visto; un lustre lívido que no se parecía al reflejo de una lámpara, una antorcha o una hoguera. En cierta forma, como si los sentidos del oído y la vista estuviesen confundidos, la identificó con el odioso zumbido. Como una aurora sin causa, la luminosidad se deslizó por el destrozo causado por el temblor. Grotara vio que la entrada de la tumba y parte de sus paredes habían cedido. Un fragmento que le alcanzara en la cabeza le dejó sin sentido y una gigantesca porción del techo le había caído sobre las extremidades.
Los cuerpos de Thirlain Ludoch y de Yanur yacían cerca de la grieta, que se había ensanchado. Tuvo la seguridad de que los dos estaban muertos. La grisácea barba de Thirlain Ludoch estaba oscura y rígida por la sangre que había manado de su aplastado cráneo y Yanur se hallaba medio enterrado en un montón de bloques y escombros, del cual sobresalían su torso y su brazo izquierdo. Su antorcha se le había consumido entre los dedos fuertemente apretados, como en una cavidad ennegrecida. Grotara advirtió todo esto como si estuviese soñando. Entonces percibió la verdadera fuente de la iluminación. Un globo incoloro que brillaba fríamente, redondo como una pelota y grande como una cabeza humana, había aparecido por la fisura y estaba posado sobre ésta como una réplica de la luna. La cosa oscilaba con un movimiento vibratorio ligero pero incesante. De ella salía aquel pesado zumbido, como si estuviese causado por la vibración, y la luz caía en ondas temblorosas.
Un vago horror cayó sobre Grotara, pero no sintió miedo. Era como si la luz y el sonido tejiesen sobre sus sentidos algún conjuro léteo. Se sentó rígidamente, olvidando su dolor y su desesperación, mientras el globo se posaba unos pocos minutos sobre la grieta y flotaba después lenta y horizontalmente hasta colgar directamente sobre los descubiertos rasgos de Yanur. Con la misma deliberada lentitud e incesante oscilación, descendió sobre el rostro y el cuello del muerto, que parecieron derretirse como el sebo mientras el globo descendía más y más. El zumbido se hizo aún más fuerte, el globo resplandeció con un brillo horrible y su palidez mortecina se salpicó de un impuro amarillo. Se hinchó y oscureció obscenamente, mientras que la cabeza del guerrero se encogía dentro del casco y las placas de su coraza caían hacia dentro, como si el mismo torso desapareciese bajo ellas...
Los ojos de Grotara contemplaron claramente la escena, pero su cerebro estaba embotado como por alguna misericordiosa cicuta. Era difícil recordar, difícil pensar..., pero vagamente recordó las tumbas vacías, las coronas y vestimentas sin dueño. El enigma de las momias desaparecidas, sobre el que habían cavilado en vano él y sus compañeros, se había resuelto ahora. Pero la cosa que se abatía sobre Yanur estaba más allá de todo conocimiento o suposición mortal. Era algún demonio vampírico de un mundo interior, liberado por los demonios del terremoto. Dominado por la catalepsia, contempló el desmoronamiento del montón de escombros donde estaban enterrados las caderas y piernas de Tanur. El casco y la cota de mallas eran como estuches vacíos, el brazo extendido se había encogido, empequeñecido, y los mismos huesos desaparecían, en apariencia derritiéndose y licuándose. El globo se había vuelto enorme. Estaba enrojecido por un impuro color rubí, como la luna de unvampiro. De él surgían palpablemente cuerdas y filamentos perlados, que tomaban extraños colores y parecían fijarse a los destrozados suelos, paredes y techo, a la manera de la red de una araña. Se multiplicaban cada vez con más espesor, formando una cortina entre Grotara y la grieta y cayendo sobre Thirlain Ludoch y él mismo, hasta que vio el resplandor sanguíneo del globo como entre arabescos de terrible ópalo.
Ahora la red había llenado toda la tumba. Corría y brillaba con mil tonos cambiantes, goteaba con glorias extraídas del espectro de la disolución. Florecía con flores y follajes fantasmales que se desvanecían como por arte de magia. Los ojos de Grotara estaban ciegos, cada vez más envuelto en aquella extraña red. Impalpables, fríos como los dedos de la muerte, su encajes temblaban y colgaban sobre su rostro y sus manos. No podría decir la duración de aquel tejer, el final de su extravío. Por fin, vio vagamente cómo los hilos luminosos se hacían más finos y los temblorosos arabescos se retraían. El globo, una cosa de malvada belleza, vivo y consciente en alguna forma secreta, se había separado ahora de la vacía armadura de Yanur. Volviendo a su tamaño primitivo y perdiendo su colorido ópalo y sangre, pendió durante un rato sobre la grieta. Grotara sintió que le observaba..., estaba observando a Thirlain Ludoch. Después, como un satélite de las cavernas interiores, se deslizó lentamente por la fisura y la luz se desvaneció de la tumba, dejando a Grotara en una oscuridad cada vez más profunda.
Después de aquello vinieron siglos de fiebre, sed y locura, de tormento y sopor, de repetidos forcejeos con la roca caída que le mantenía prisionero. Balbució enloquecidamente, aulló como un lobo, y yaciendo de espaldas y en silencio, escuchó las multitudinarias y susurrantes voces de los vampiros conspirando contra él. La gangrena había aparecido rápidamente y sus aplastadas extremidades parecían latir como las de un titán. Con la fuerza del delirio sacó su espada y consiguió liberarse, cortándose los pies por las canillas sólo para desmayarse por la pérdida de sangre. Cuando se despertó muy debilitado, apenas capaz de levantar la cabeza, vio que la luz había vuelto y escuchó una vez más el incesante zumbido vibrante que llenaba toda la cámara. Su mente estaba clara y un débil terror se agitó en su interior, porque sabía que el Tejedor había salido de nuevo de la sima... y conocía la razón de su llegada.
Laboriosamente giró la cabeza y observó la reluciente esfera mientras pendía, oscilaba y después descendía, en un reposado movimiento, sobre el rostro de Thirlain Ludoch. Otra vez le vio mancharse obscenamente como una luna enrojecida por la sangre, al alimentarse con los desechos del cuerpo del viejo guerrero. Otra vez, con ojos borrosos, contempló cómo se tejía la red de amarillo impuro, dibujada con un mortal esplendor, velando la ruinosa catacumba con sus extrañas ilusiones. Otra vez, como si fuese un escarabajo moribundo, fue envuelto en sus frías e impalpables redes, y las mágicas flores, floreciendo y pereciendo, formaron un entramado en el vacío aire que le rodeaba. Pero antes de la retracción de la red, el delirio le atacó, trayéndole una oscuridad poblada de demonios, y el Tejedor terminó su trabajo sin ser visto y volvió inadvertido a su sima. Se agitó en el infierno de la fiebre y yació en la negra y desconocida nada del olvido. Pero la muerte se retrasaba, todavía lejos, y siguió viviendo por obra de su juventud y su fuerza de gigante. Una vez más, hacia el final, sus sentidos se aclararon y vio por tercera vez la luz nefanda y oyó de nuevo el odioso zumbido. El Tejedor se había detenido sobre él, pálido, brillante y vibrante..., y supo que estaba esperando a que muriera.
Levantando la espada con dedos débiles, intentó apartarla. Pero la cosa temblaba, alerta y vigilante, más allá de su alcance, y pensó que le observaba como un buitre. La espada cayó de su mano. El horror luminoso no partió. Se acercó más, como un pertinaz rostro al que le faltaran los ojos, y pareció seguirle, abatiéndose sobre la última noche, cuando cayó hacia la muerte.
Sin nadie que contemplase la gloria de su tejido, con la oscuridad antes y después, el Tejedor hiló la red final en la tumba de Tnepreez.
Clark Ashton Smith (1893-1961)
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