Comenzó arrancándose con los dientes un pellejo de su pulgar derecho, y después de un tiempo, ya tenía el cuerpo de un niño en el congelador.
Le gustaba desangrarlos antes de comer el cuerpo; los colgaba de los tobillos, aún vivos, como a las reses en un gancho de carnicería; con los antebrazos abiertos en canal, hasta que la bomba cardiaca se detenía. No importaba la edad o el sexo.
Salir de caza no era algo cotidiano, un adulto podía durar en el refrigerador hasta un mes antes de ponerse demasiado tieso e insípido; luego salía a la calle y elegía a otra víctima, la estudiaba. El único requisito era estar sano y rechoncho. Cuando el ataque era seguro, no había forma de escapar, la cacería era fulminante.
Había conseguido una pistola de aire, de las que usan en los rastros para sacrificar marranos; en la televisión dijeron que el estrés liberaba toxinas en los músculos al momento de la muerte, y eso afectaba el sabor.
Seguía al elegido, tras encontrar el lugar y momento indicados, ella saltaba desde la oscuridad, y dejaba escupir, a la pistola de aire, un perdigón de acero que se incrustaba en el cráneo, entre ceja, ceja y media madre, causando una muerte segura. En un principio, necesitó de dos o tres disparos, pero la practica la amaestró.
Una noche abrió la nevera y sólo halló una carcasa descarnada; lo único de peso dentro de ella era el hígado, un pedazo de víscera apelmazado.
—Todo menos hígado —, dijo, como reclamándole al refrigerador.
Salió a la calle, y entró en el torrente de las arterias de la ciudad. Esta vez no habría tiempo para prolongar el acecho, así que sólo buscó guiada por el instinto.
Entró a un bar dispuesta a enganchar a cualquier viejo rabo ver-de; no pasó mucho tiempo para que un hombre se acercara a ella. Era un cincuentón no muy atractivo, pero estaría bien.
Lo sedujo y lo llevó hasta la cama de su improvisada carnicería. En un momento de descuido, le ensartó un pedazo de metal en la frente. Siguió con la rutina de preparar el cuerpo, sólo que al abrir los antebrazos, no escurrió ni una gota de sangre.
Extrañada, sacudió con violencia el cuerpo. Nada. Ya molesta, tomó un machete y empezó a golpear en cuerpo, produciéndole incompletos tasajos.
En el momento en que estaba apunto de sesgar la cabeza, unas manos heridas detuvieron el vuelo del metal. Los ojos del cuerpo se abrieron y ella entendió instantáneamente el significado de la frase “quedarse congelada”, cuando miró con las imágenes de quien está a punto de perder la razón, al hombre herido descolgándose, figura furtiva que se transformaba, se convertía en otra cosa con cada movimiento.
Cuando la imagen de un roedor antropomorfo, pálido y con poco pelo apareció ante sus ojos, ella supo que no habría nada más. Ni siquiera intentó gritar. Era imposible, pero aquel ser lacerado, aquella bestia semihumana y desnuda la golpeó, dejándola atarantada.
La creatura sujetó el machete y cortó un trozo de su propia carne.
Con las garras, abrió la boca ensangrentada de la mujer, y metió el trozo de piel y músculo hasta donde alcanzaron sus dedos. La obligó a tragar.
Luego de una muerte violentada por fuertes convulsiones, la mujer despertó. Lo primero que vio fue a aquel hombre maduro cazado en el bar, intacto, sin una sola herida, que le dijo:
—Vamos, mujer, que ahora yo te enseñaré a cazar como se debe...
Alfonso Franco
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