jueves, 7 de julio de 2011

El vampiro de Kaldenstein

El vampiro de Kaldenstein.
The vampire of Kaldenstein, Frederick Cowles (1900-1949)

Desde joven acostumbro a pasar mis vacaciones viajando por las más remotas partes de Europa. He tenido experiencias placenteras en Italia, España, Noruega y el sur de Francia, pero de todos los países que he explorado de esta manera, Alemania es mi preferido. Esta es la tierra ideal para vacacionar, para todo aquel que ama la vida al aire libre, que tenga bajos recursos y gustos simples, ya que la gente es siempre muy amigable y las fondas son buenas y baratas. He tenido excelentes vacaciones en Alemania, pero hay una que quedará para siempre en mi memoria debido a una muy extraña y extraordinaria experiencia que me sucedió hace algún tiempo.

Era el verano de 1933, y estaba prácticamente convencido de que iría en crucero a las Canarias con Donald Young. De repente, él se contagió de una enfermedad de la niñez; que resultó ser sarampión sin duda alguna, entonces tuve que hacer mis propios planes. La idea de viajar en un crucero sin compañía no me llamaba la atención; no soy una persona muy sociable que digamos y estos cruceros parecen estar llenos de bailes, fiestas de cóctel y paseos por cubierta. Tenía miedo de sentirme como pez fuera del agua, así que decidí olvidarme del crucero. En su lugar, saqué mis mapas de Alemania y comencé a planear un tour a pie. La mitad de la diversión de unas vacaciones está en planearlas; me decidía por un lugar del país en particular y luego lo cambiaba; debo haber hecho esto al menos media docena de veces. Primero, fantaseé con el Valle Moselle, después con el Lahn. Jugué con la idea de visitar la Selva Negra, situado dentro de las montañas Hartz y luego pensé que sería divertido volver a visitar Sajonia. Finalmente, me decidí por la parte sur de Bavaria ya que nunca había estado ahí y me parecía mejor pisar tierra fresca. Viajar tres días en tercera clase es cansado, incluso para un duro trotamundos; llegué a Munich completamente fatigado y adolorido. Por suerte descubrí cerca del Hofgarten “La fonda de la manzana dorada”, donde Peter Schmidt vende, tanto buen vino como buena comida y tiene algunos cuartos para alojar a los huéspedes. Peter, quien vivió en Canadá por diez años y habla un excelente inglés, sabía exactamente cómo me sentía. Me dio una habitación muy confortable donde pagaba un marco por noche, me sirvió café caliente y panecillos, y me recomendó ir a la cama y descansar hasta que estuviera totalmente restablecido. Acepté su consejo y dormí profundamente durante doce horas, luego me levanté tan fresco como una margarita. Un plato de cerdo y dos cervezas completaron la cura; luego partí para ver algo de Munich. Esta es la cuarta ciudad más grande de Alemania y tiene cosas muy interesantes que ofrecer al visitante. Ya era casi de noche; sin embargo, logré visitar el Fraven-Kirche con sus finos cristales de colores, el viejo Rathaus y la iglesia de San Pedro, construida en el siglo XIV, cerca de la Marien-Platz. Miré dentro del Regina-Palast en donde se llevaba a cabo un baile; después regresé a La manzana dorada para cenar. Luego fui a una presentación del Die Meistersinger en el teatro nacional. Eran más de las doce cuando me fui a acostar y para entonces, había decidido quedarme en Munich un día más. No los voy a aburrir describiendo las cosas que vi e hice en el segundo día. Fue simplemente el paseo de costumbre para admirar la ciudad, pero nada fuera de lo normal.

Después de cenar, Peter me ayudó a planear mi paseo; él demostró un gran conocimiento de las villas Bávaras y me dio una lista de fondas que resultó ser de mucha utilidad. Fue él quien me sugirió viajar en tren hasta Rosenheim donde comencé mi caminata. Trazamos una ruta que cubriera cerca de doscientas millas y me trajera de vuelta a Munich quince días más tarde. Bien, para hacer esta historia más corta, tomé el tren de la mañana a Rosenheim, viaje que fue terriblemente lento, pues duró cerca de tres horas para cubrir una distancia de cuarenta y seis millas. El pueblo en sí es un lugar alegre, del tipo de pequeña industria, con una iglesia del siglo xv y un buen museo de pinturas bávaras alojado en una vieja capilla.

No me quedé por mucho tiempo y emprendí mi viaje a Traunstein por un agradable camino que rodea al Chiem-See, el lago más grande de Bavaria. Pasé la noche en Traunstein y al día siguiente me encaminé hacia la vieja ciudad amurallada de Mühldorf. Desde ahí, planee dirigirme a Vilshofen pasando por Pfarrkirchen, pero tomé una ruta equivocada y llegué a un pequeño pueblo llamado Gang Koften. El encargado de la fonda local trató de ser útil y me dirigió hacia un sendero en medio del campo que, según me aseguró, era un atajo hacia Pfarrkirchen. Evidentemente, no comprendí sus instrucciones y al atardecer me encontraba perdido sin esperanza en el corazón de una cordillera formada por pequeños cerros, que no estaba marcada en el mapa. Caía la noche cuando llegué a una pequeña villa que reposaba bajo la sombra de un alto peñasco donde se erguía un castillo de roca de color gris. Por fortuna existía una fonda en la villa; un lugar primitivo, pero moderadamente confortable. El casero era un tipo inteligente y bastante amigable y además me contó que rara vez se veían visitantes por ahí. El nombre de la aldea era Kaldenstein. El hombre me sirvió una simple comida con queso de leche de cabra, ensalada, pan casero y una botella de vino tinto y para hacerle justicia a lo dicho, salí a dar un pequeño paseo.

La luna había salido y el castillo permanecía firme contra el despejado cielo como un castillo mágico en un cuento de hadas. Lo formaban un pequeño edificio cuadrado y cuatro torres, no obstante, era la fortaleza con el aspecto más romántico que había visto; una luz parpadeaba en una de las ventanas. Fue así como me di cuenta de que el lugar estaba habitado. Un escarpado sendero y una serie continua de peldaños, labrados en la roca, llevaban hacia la puerta; consideré entonces que podría hacerle una visita nocturna al Señor de Kaldenstein. En vez de eso, retorné a la fonda y me uní a algunos hombres que estaban tomando en el cuarto donde se reciben los huéspedes. Mis acompañantes eran la mayoría hombres de clase trabajadora y, aunque educados, tenían poco de ese espíritu de amistad que uno está acostumbrado a ver en las villas alemanas. Parecían malhumorados e inconformes y me dio la impresión de que compartían un terrible secreto. Hice mi mejor esfuerzo para entablar una conversación, pero no tuve éxito. Luego para hacer hablar a alguno de ellos pregunté:

— ¿Quién vive en el castillo de la ladera?

El efecto que causó en ellos la inocente pregunta fue estremecedor. Los que estaban bebiendo pusieron sus jarras sobre la mesa y me contemplaron consternados. Algunos hicieron la señal de la cruz y el más viejo susurró con voz ronca:

—Silencio, forastero, Dios perdone sus palabras.

Mi pregunta pareció molestar a todos y diez minutos después todos se habían ido. Me disculpé con el casero por la indiscreción que había cometido y esperaba que mi presencia no hubiese perturbado la calma. Hizo un gesto con la mano, rechazando mis excusas y me aseguró, que en todo caso, esos hombres no iban a permanecer aquí por mucho tiempo.

—Se aterrorizan cuando alguien menciona algo sobre el castillo —dijo— y consideran de mala suerte incluso dar un vistazo rápido al castillo después del anochecer.
—Pero ¿por qué? —pregunté —. ¿Quién vive allí?
—Ese es el hogar del Conde Ludwig von Kaldenstein.
—Y, ¿cuánto tiempo ha vivido ahí? —pregunté.

El hombre caminó hasta la puerta y la cerró cuidadosamente y le puso unos barrotes antes de responder. Luego se acercó a mi silla y susurró:

—Él ha estado allá arriba cerca de trescientos años.
—Absurdo, exclamé sonriendo. — ¿Cómo es posible que un hombre, sea Conde o campesino, viva trescientos años? Supongo que usted se refiere a que su familia ha mantenido el castillo todo ese tiempo.
—Quise decir exactamente lo que dije, joven —respondió el hombre con franqueza.
—La familia del Conde ha mantenido el castillo por diez siglos, y el Conde mismo ha morado en Burg Kaldenstein cerca de trescientos años.
—Pero, ¿cómo puede ser posible?
—Es un vampiro. En lo más profundo de ese castillo de roca existen grandes criptas, y es en una de ellas donde el Conde duerme durante el día para no ser alcanzado por la luz del sol. Sólo se atreve a salir por las noches.

Esto era fantástico desde cualquier punto de vista. Me temo que reí de manera escéptica, pero el pobre casero permanecía, obviamente, muy serio y dudé en hacer otra observación que pudiera herir sus sentimientos. Terminé mi cerveza, me levanté de la mesa y me fui a dormir. Mientras subía las escaleras mi anfitrión me llamó, tomó mi brazo y dijo:

—Por favor señor: le ruego que mantenga su ventana cerrada. El aire nocturno de Kaldenstein no es saludable.

Al llegar a mi habitación, encontré la ventana ya bien cerrada, aunque la atmósfera era como la de un horno. Por supuesto, la abrí sin pensarlo, me recosté y llené mis pulmones de aire fresco. La ventana me daba una vista directa al castillo y bajo la clara luz de la luna llena, el edificio parecía más que nunca un sueño de hadas. Me dirigía hacia el interior de la habitación, cuando supuse haber visto la silueta de una figura negra recortada contra el cielo en la parte más alta de una de las torres. Incluso la vi sacudir sus enormes alas y elevarse en lo más profundo de la noche. Parecía muy grande para ser un águila, pero la luz de la luna tiene la singular cualidad de distorsionar las formas. Seguí mirando hasta que sólo quedaba un diminuto punto negro a gran distancia; en ese momento, a lo lejos, un perro aulló extraña y lúgubremente. Unos minutos después, ya estaba listo para acostarme y, menospreciando la advertencia del casero, dejé abierta la ventana. Tomé la linterna eléctrica de mi mochila y la puse sobre la pequeña mesa de noche, encima de la cual colgaba un crucifijo de madera. Por lo general, me mantengo despierto hasta que mi cabeza toca la almohada, acción que en esta noche en particular encontraba difícil realizar. La luz de la luna me molestaba y daba vueltas bruscamente en vano tratando de acomodarme. Conté ovejas hasta que me cansé de imaginar a estas tontas criaturas pasando a través de un portillo en un seto, pero el sueño seguía esquivándome.

En la casa, un reloj dio la media noche, cuando de repente tuve la desagradable sensación de no estar solo. Por un momento me sentí aterrorizado, y luego venciendo mi miedo, me volteé. Ahí, cerca de la ventana, negra contra la luz de la luna, se veía la figura de un hombre alto. Me incorporé de repente sobre la cama y busqué a tientas la linterna. Mientras lo hacía, tropecé con algo en la pared: era el pequeño crucifijo, que mis dedos envolvieron casi al mismo tiempo en que este tocaba la mesa. Escuché a la criatura maldecir en voz baja desde la ventana y luego la vi balancearse en el alféizar y luego saltar al vacío en medio de la noche. En ese instante noté una cosa más: el hombre, quién quiera que fuese, no proyectaba sombra alguna. La luz de la luna parecía pasar directo a través de él. Debo haberme quedado estático por lo menos media hora, antes de atreverme a salir de la cama y cerrar la ventana. Después de eso, me quedé dormido de inmediato y dormí profundamente hasta que la doncella me despertó a las ocho de la mañana. A la luz del día, los eventos de la noche anterior parecían demasiado ridículos para ser ciertos; llegué entonces a la conclusión de que había sido víctima de una fantástica pesadilla. Para responder a la cortés pregunta del casero, le aseguré que había pasado una noche muy confortable, aunque me temo que mi aspecto contradijo mi respuesta.

II.
Después del desayuno salí a explorar la villa. Era un poco más grande de lo que me había parecido la tarde anterior y algunas de las casas se extendían en un valle al lado del camino. Incluso había una pequeña iglesia de tipo romanesco que desgraciadamente necesitaba ser reparada. Entré al edificio y mientras inspeccionaba su ostentoso y alto altar, un sacerdote entró por una puerta lateral. Era un hombre delgado y de aspecto ascético que, sin pensarlo, me saludó de manera muy amigable. Le saludé también y le hice saber que venía de Inglaterra. Acto seguido, se disculpó por el evidente deterioro del edificio y me mostró algunas valiosas piezas de cristal del siglo quince, una pila bautismal entallada, de ese mismo periodo, y una muy agradable estatua de la virgen. Luego, mientras estaba con él cerca de la puerta de la iglesia, miré hacia el castillo y dije:

—Me pregunto, padre, si el Señor de Kaldenstein me va a dar una bienvenida tan amigable como la que usted me dio.
—El Señor de Kaldenstein, —repitió el sacerdote con voz temblorosa.
—¿Seguro usted no se propone visitar el castillo?
—Esa es mi intención, respondí. —Parece un lugar muy interesante y me sentiría muy apenado de dejar esta parte del mundo sin verlo.
—Permítame implorarle que no intente entrar en ese infausto lugar —insistió—. Los visitantes no son bienvenidos en el castillo Kaldenstein; luego, cambiando el tono de su voz, dijo:
—No hay nada que ver en ese edificio.
— ¿Y qué de las maravillosas criptas en el peñasco y del hombre que ha vivido en ellas durante trescientos años? —sonreí.
El rostro del sacerdote palideció visiblemente.
—Entonces sabe usted lo del vampiro —dijo él—. No se ría del mal, hijo mío.
Que Dios nos proteja del muerto viviente. Él hizo la señal de la cruz.
—Pero padre, —exclamé— ¿Usted no cree en esa superstición medieval?
—Todo hombre cree lo que él sabe que es verdad, y nosotros los de Kaldenstein podemos probar que ningún entierro ha tenido lugar en el castillo desde 1645, cuando el Conde Feodor murió y su primo Ludwig de Hungría heredó el título.
—Este cuento es muy absurdo —repliqué—. Debe haber una explicación razonable para este misterio. Es inimaginable que un hombre que vino a este lugar en 1645 pueda estar vivo todavía.
—Todo es posible para aquellos que sirven al demonio —respondió el sacerdote—. Siempre, a lo largo de la historia del mundo, el mal ha estado en guerra contra el bien y a menudo triunfa. El castillo Kaldenstein es la guarida de la más terrible e inhumana maldad y le imploro se mantenga tan alejado de ese lugar como le sea posible.

Se despidió de manera muy cortés, levantó su mano en gentil bendición y entró de nuevo en la iglesia. Ahora debo confesar que las palabras del sacerdote me provocaron un sentimiento de inquietud que me hizo reflexionar acerca de mi pesadilla. ¿Había sido un sueño después de todo? O pudo haber sido el mismovampiro buscando convertirme en una de sus víctimas y sólo falló su intento debido a que empuñé accidentalmente el crucifijo. Estos pensamientos cruzaron mi mente y casi abandoné mi decisión de visitar el castillo. Entonces, miré de nuevo hacia las viejas paredes de color gris que relampagueaban con el resplandor de la mañana y se burlaban de mis miedos. Ningún monstruo mítico de la edad media iba a espantarme. El sacerdote era tan supersticioso como sus ignorantes feligreses.

Silbando una canción popular, tomé la calle de la villa que va hacia arriba y pronto me encontré escalando el angosto sendero que lleva al castillo. Conforme el ascenso se tornó escarpado, el sendero dio lugar a una serie de peldaños que me llevaron hasta una pequeña meseta situada en frente de la puerta principal del castillo. No había signos de vida en los alrededores, pero una pesada campana colgaba sobre la puerta. Tiré de una herrumbrada cadena e hice vibrar el agrietado artefacto. El sonido perturbó a una colonia de cornejas de pico blanco que estaba en una de las torres e hizo que empezaran a parlotear, pero ningún ser humano se presentó para responder a mi llamado. De nuevo toqué la campana. Esta vez, los ecos apenas habían cesado cuando escuché que los cerrojos se abrían. Los goznes de la gran puerta rechinaron y un anciano se presentó parpadeando bajo la luz del sol.

— ¿Quién viene al castillo Kaldenstein? —preguntó en un tono de voz un curioso y alto. Entonces noté que el hombre estaba medio ciego.
—Soy un visitante inglés —le contesté— y me gustaría ver al Conde.
—Su Excelencia no recibe visitantes —fue la respuesta y en seguida intentó cerrar la puerta en mi cara.
— ¿Pero no me está permitido echarle un vistazo al castillo? —pregunté apresuradamente—. Estoy interesado en las fortalezas medievales y sería una pena dejar Kaldenstein sin haber inspeccionado este espléndido edificio.

El viejo me atisbó y dijo en un tono de voz vacilante:

—Hay muy poco que ver, señor, y me temo que usted sólo está perdiendo su tiempo.
—Aun así, apreciaría el privilegio de una breve visita —respondí— y estoy seguro de que el Conde no tendrá objeción. Le aseguro que no seré un estorbo ni tengo la intención de perturbar la paz de Su Excelencia.
— ¿Qué hora es?—, preguntó el hombre. Le dije que eran apenas las once de la mañana; susurró algo acerca de estar seguro mientras el sol estuviera en el cielo, y me indicó que entrara.

Me encontraba en un sencillo vestíbulo, tapizado con deterioradas colgaduras que despedían un olor a humedad y abandono. Al fondo de éste, había un altar adornado con un doselete sobre el cuál colgaba escudo de armas.

—Este es el vestíbulo principal del castillo —murmuró mi guía— y ha sido testigo de grandes acontecimientos históricos de los días de los grandes señores de Kaldenstein. Aquí, Federico, el sexto Conde, les sacó los ojos a doce rehenes italianos y luego los empujó de la orilla del precipicio. Aquí, se dice que el Conde Augusto envenenó al príncipe de Wurttemburg, y después degustó un banquete en compañía del muerto.

Continuó con sus cuentos falsos y malvados. Era evidente que los Condes de Kaldenstein habían sido una horda de indeseables. Desde el vestíbulo principal me condujo hasta una serie de habitaciones más pequeñas, llenas de muebles que estaban casi hechos polvo. Sus habitaciones estaban en la torre norte y aunque me mostró todo el edificio, no vi ninguna habitación en donde pudiera estar su amo. El viejo abrió todas las puertas sin titubear, y parecía, que excepto por él mismo, el castillo estaba vacío.

— ¿Pero dónde está la habitación del Conde? —pregunté mientras retornábamos al vestíbulo principal—. Me miró confundido por un momento y después respondió:
—Tenemos algunos aposentos en el sótano y Su Excelencia usa uno de ellos como dormitorio. Como usted puede ver, él puede descansar allí sin ser perturbado.

Yo creí que cualquier habitación dentro del edificio le habría dado la quietud que requería sin tener la necesidad de buscar paz en las entrañas de la tierra.

—Y ¿existe alguna capilla privada? —pregunté.
— ¿La capilla también está abajo?

Insinué que estaba interesado en las capillas y que me encantaría ver un ejemplo de un lugar de adoración subterráneo. El viejo dio algunas excusas, pero al final aceptó enseñarme la cripta. Tomó una linterna antigua de un estante, encendió la vela y levantando una parte del tapiz de la pared, abrió una puerta secreta. Un enfermizo olor a podredumbre nos envolvió. Mientras murmuraba para sí, me guió hacia abajo, por una escalera de piedra a lo largo de un pasadizo excavado en la roca. Al final de éste, había otra puerta que nos condujo a una gran caverna decorada como una iglesia. El lugar apestaba como un osario y la débil luz de la linterna solo intensificaba las tinieblas. Mi guía me llevó hasta el presbiterio y, levantando la linterna, señaló una pintura que representaba a Lázaro levantándose de la muerte, particularmente repugnante, que colgaba encima del altar. Me aproximé para examinarla más de cerca.

— ¿Y qué hay además de esto?
—Hable en voz baja, señor —me suplicó—. Esta es la cripta donde descansan los restos de los señores de Kaldenstein. Mientras él hablaba, escuché un sonido que venía de más allá de aquella barrera; un suspiro y la clase de ruido que podría ser hecho por una persona que se voltea mientras duerme. Me parece que el viejo servidor también lo escuchó, ya que me agarró con su temblorosa mano y me sacó de la capilla. La vacilante luz de su linterna iba adelante de mí mientras subíamos las gradas. Reí con nerviosos alivio, cuando entramos otra vez al vestíbulo del castillo. Él me miró rápidamente y dijo:
—Eso es todo señor, ya que hay pocas cosas de interés dentro de este viejo edificio.

Intenté darle una moneda de cinco marcos, pero se negó a aceptarla.

—El dinero no es de utilidad para mí señor —susurró el viejo—. No tengo nada en qué gastarlo ya que vivo con los muertos. Dele la moneda al sacerdote de la villa y pídale que dé una misa por mí, si así lo desea.

Le prometí que se haría su voluntad; y luego, en un repentino impulso de arrogancia, pregunté:

— ¿Y cuándo recibe el Conde a sus visitas?
—Mi amo nunca recibe visitas —respondió.
— ¿Pero de seguro algunas veces se encuentra en el castillo? No pasa todo el tiempo dentro de las criptas —insistí.
—Por lo general, al caer la noche, se sienta en el vestíbulo durante una hora, más o menos, y algunas veces camina por las murallas.
—Entonces debo regresar esta noche —repliqué—. Estoy en deuda con su Excelencia y quiero presentarle mis respetos.

El viejo se volvió mientras abría la puerta y posando sus sombríos ojos sobre mi rostro dijo:

—No venga a Kaldenstein después de que el sol se haya puesto, así no llenará de temor su corazón.
—No trate de asustarme con ninguno de sus espíritus —contesté con rudeza.
Luego, alzando la voz añadí:
—Esta noche vendré a visitar al Conde von Kaldenstein.
El sirviente abrió la puerta de golpe y la luz del sol se extendió por el deteriorado edificio.
—Si usted viene, él estará listo para recibirlo —dijo el viejo—; y recuerde que si usted entra en el castillo de nuevo será por su propia voluntad.

III.
Al caer la tarde mi coraje se había evaporado un poco y deseaba haber aceptado el consejo del sacerdote y dejar Kaldenstein. Pero existe una pizca de terquedad en mí caracter y como había prometido visitar de nuevo el castillo, nada me haría cambiar de parecer. Esperé hasta que cayó la noche, y sin mencionarle nada al casero con respecto a mis intenciones, emprendí mi viaje por el escarpado camino hacia la fortaleza. La luna todavía no salía y tuve que usar mi linterna eléctrica en los escalones. Hice sonar la agrietada campana y la puerta se abrió casi de inmediato. Allí permaneció el viejo sirviente dándome la bienvenida con una reverencia.

—Su Excelencia lo atenderá ahora señor, —respondió. —Entre al castillo Kaldenstein. Entre por su propia voluntad.

Por un momento dudé; algo parecía aconsejar mi retirada mientras tenía tiempo. Entonces, me armé de valor y atravesé el umbral de la puerta. Las tosas ardían en el enorme brasero y le daba una atmósfera más alegre a la oscura habitación. Las velas centellaban en los candelabros de plata y noté que un hombre estaba sentado en la mesa del estrado; cuando estuve cerca, bajó a saludarme. ¿Cómo podría describir al Conde de Kaldenstein? Era un hombre muy alto, con un rostro de palidez cadavérica. Tenía el cabello de un color negro intenso y las manos delicadamente moldeadas, pero con dedos muy puntiagudos y largas uñas. Sus ojos eran lo más impresionante. Mientras cruzaba la habitación, parecían brillar con una luz roja, como si sus pupilas estuvieran rodeadas de fuego. Sin embargo, su saludo fue bastante convencional.

—Bienvenido a mi humilde hogar señor —dijo, haciendo una reverencia apenas notoria—. Me apena no poder darle una bienvenida más hospitalaria, pero vivimos de manera muy humilde. Rara vez atendemos invitados y me siento honrado de que usted se haya tomado la molestia de visitarme.

Murmuré unas palabras de agradecimiento y luego me condujo a un asiento en la gran mesa sobre la cual había una botella de vino ornamentada y un vaso.

— ¿Toma usted vino? —me dijo mientras llenaba el vaso hasta el borde; era de una antigua y rara cosecha, pero me sentí un poco incómodo ya que tenía que tomar solo.
—Espero me disculpe por no acompañarlo, dijo al notar, evidentemente, mi actitud vacilante. Yo nunca tomo vino.
Sonrió y vi que sus dientes frontales eran largos y puntiagudos.
—Y ahora dígame —continuó—. ¿Qué está haciendo usted en esta parte del mundo? Kaldenstein está un poco alejado del camino usual y rara vez vemos extraños.
—Le expliqué que hacía una caminata y había perdido la ruta a Pfarrkirchen.
El Conde sonrió suavemente y de nuevo mostró sus colmillos.
—Y entonces, usted ha venido a Kaldenstein y por su propia voluntad decidió visitarme.

Comenzaron a desagradarme las referencias que hacían con respecto a mi voluntad. La expresión parecía ser una especie de fórmula. El sirviente la había usado cuando yo partía después de mi visita de la mañana, y otra vez cuando me recibió al atardecer; y ahora el Conde la usaba.

— ¿De qué otra manera podría venir, más que por mi propia voluntad? — pregunté airado.
—Durante aquellos malos días en la antigüedad, muchos fueron traídos al castillo por la fuerza. Los únicos invitados que recibimos ahora son aquellos que vienen voluntariamente.

Todo este tiempo una extraña sensación me había ido invadiendo poco a poco: sentía como si toda mi energía fuese extraída, y una terrible náusea se estaba apoderando de mis sentidos. El Conde continuó mencionando lugares, pero su voz venía desde muy lejos. Yo, estaba consiente de que sus peculiares ojos se clavaban dentro de los míos; ellos se tornaron más y más grandes y me parecía estar mirando dentro de dos pozos de fuego. De repente, con un brusco movimiento, volqué mi vaso de vino. El frágil objeto se hizo pedazos y el ruido me hizo recobrar los sentidos. Una astilla me perforó la mano y un pequeño charco de sangre se formó sobre la mesa. Busqué un pañuelo, y antes de que yo pudiera decir cualquier cosa, me aterrorizó un aullido sobrenatural cuyo eco se oyó el arqueado vestíbulo. El grito venía de los labios del Conde. Instantes después, estaba encorvado sobre la sangre que manchó la mesa, lamiéndola con placer desbordante. Nunca había presenciado nada tan desagradable.

Haciendo un gran esfuerzo me dirigí hacia la puerta, pero el terror había debilitado mis piernas y el Conde me atrapó después de haber recorrido unas pocas yardas. Sus pálidas manos se apoderaron de mis brazos y me llevaron de vuelta a la silla que había dejado vacante.

—Mi querido señor —dijo él—, le ruego perdone mi descortesía. Los miembros de mi familia siempre se impresionan al ver la sangre; llámelo idiosincrasia, si así lo prefiere, pero algunas veces esto nos hace comportarnos como animales salvajes. Me aflige haber olvidado mis modales hasta el punto de comportarme de manera tan extraña frente a un invitado. Le aseguro que he tratado de corregir este defecto y es por esta razón que me mantengo alejado de mis prójimos.

La explicación me pareció lo suficientemente aceptable, pero me llenó de horror y odio, especialmente porque pude ver un diminuto glóbulo de sangre colgando de su boca.

—Me temo que estoy retrasando la hora de dormir de su Excelencia —comenté, y en todo caso, creo que es tiempo de regresar a la fonda.
— ¡Ah no, amigo mío! —dijo el Conde— las horas de la noche son las que más disfruto y me complacerá mucho si usted me acompaña hasta mañana. El castillo es un lugar solitario y su compañía será un cambio agradable. Hay un habitación preparada para usted en la torre sur y mañana, quién sabe, puede ser que haya otros invitados para animarnos.

Un miedo mortal inundó mi corazón y me eché a temblar de pies a cabeza mientras tartamudeaba:

—Déjeme ir... déjeme ir. Debo regresar a la villa de inmediato.
—Usted no puede regresar esta noche ya que se aproxima una tormenta y el camino del acantilado es peligroso. Mientras hablaba se acercó a la ventana y empujándola con fuerza, levantó uno de sus brazos hacia el cielo. Como obedeciendo a su gesto, un intenso relámpago partió las nubes y el trueno pareció sacudir el castillo. Luego la lluvia se convirtió en un terrible diluvio y el viento aulló con gran fuerza a través de las montañas. El Conde cerró la ventana y regresó a la mesa.
—Ve usted, amigo —riendo entre dientes—, hasta los elementos están en contra de su regreso a la villa. Debe sentirse satisfecho con nuestra humilde hospitalidad ya que podemos ofrecérsela esta noche sin costo alguno.

Sus ojos, como aros de fuego, se encontraron con los míos y de nuevo sentí que mi voluntad era extraída de mi cuerpo. Su voz no era más que un susurro y parecía venir desde muy lejos.

—Sígame, lo conduciré hasta su habitación; usted es mi invitado por esta noche.

El Conde tomó una vela de la mesa, y como si estuviera en trance, subí detrás de él por una escalera de caracol; pasamos a lo largo de un corredor vacío y entramos a una triste habitación donde había una antigua cama de dosel.

—Que duerma bien —dijo mientras me miraba de manera perversa. —Mañana en la noche tendrá compañía.

La pesada puerta se cerró detrás de él, dejándome solo. Luego, oí correrse el cerrojo del otro lado. Invocando la poca energía que quedaba en mi cuerpo, me lancé hasta la puerta, pero estaba cerrada y me hallaba prisionero. El susurro del Conde se escuchó a través del cerrojo:

—Sí, usted ha de tener más compañía mañana en la noche, los señores de Kaldenstein le darán una alegre bienvenida a su hogar ancestral. Un estallido de risas burlonas se debilitó gradualmente en la distancia, mientras caí al suelo totalmente exhausto.

IV.
Debo haberme recobrado un poco después de un rato. Me arrastré entonces hasta la cama y de nuevo me sumergí en la inconsciencia, ya que cuando desperté, la luz del día se colaba por la ventana enrejada de la habitación. Miré mi reloj de pulsera; eran las tres y treinta y, a juzgar por la posición del sol, era la tarde, así que ya había transcurrido gran parte del día. Todavía me sentía débil, pero me esforcé por llegar a la ventana. Observé los escabrosos declives de la montaña, pero no había ninguna cabaña a la vista. Afligido, regresé a la cama y traté de rezar. Noté que el reflejo de la luz solar en el piso se hacía más y más débil hasta que desapareció por completo. Entonces todo quedó en tinieblas y por último, solo la difusa silueta de la ventana me acompañaba. La oscuridad llenó mi alma de un nuevo terror y permanecí acostado en la cama bañado en un sudor frío y pegajoso. Luego, escuché pasos que se acercaban, la puerta se abrió de golpe y el Conde entró en la habitación con una vela en la mano.

—Debe disculparme por mi desagradable falta de modales —exclamó—pero la necesidad me obliga a permanecer en mi habitación durante el día. Ahora, sin embargo, estoy disponible para ofrecerle algún entretenimiento.

Traté de levantarme, pero mis piernas se negaron a reaccionar. Con una triste sonrisa, él puso un brazo alrededor de mi cintura y me levantó sin ningún esfuerzo como si fuera un niño. Así, me cargó a través del corredor y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Sobre la mesa había tres candelas encendidas, y pude ver muy poco de la habitación, ya que él me acababa de sentar en una silla. Entonces, cuando mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, me di cuenta de que había dos invitados más sentados a la mesa. La suave luz parpadeaba en sus caras y estuve a punto de gritar de terror. Miré los lúgubres semblantes de los hombres muertos; cada rasgo de sus rostros llevaba la marca del mal y sus ojos brillaban con la misma luz diabólica que brillaba en los ojos del Conde.

—Permítame presentarle a mi tío y a mi primo —dijo mi carcelero—. Augusto Von Kaldenstein y Feodor Von Kaldenstein.
—Pero —dije abruptamente— me contaron que el Conde Feodor murió en 1645.

Las tres terribles criaturas rieron airadamente como si yo hubiera contado un buen chiste. Luego, Augusto se recostó en la mesa y punzó la parte carnosa de mi brazo.

—Está lleno de buena sangre —dijo—. Ludwig nos había prometido éste festín hace mucho tiempo, pero creo que ha valido la pena esperar.

Debo haberme desmayado en ese momento; cuando recobré el conocimiento, yacía sobre la mesa y los tres estaban inclinados sobre mí. Sus voces se oían como susurros sibilantes.

—La garganta ha de ser para mí —dijo el Conde—. Reclamo la garganta como privilegio personal.
—Debe ser mía —replicó Augusto—. Soy el mayor y ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me alimenté. De todos modos, me conformo con el pecho.
—Las piernas siempre están llenas de deliciosa y roja sangre.

Contraían sus labios como animales y sus blancos colmillos brillaban a la luz de las velas. De repente un rechinante sonido perturbó el silencio de la noche; era la campana del castillo. Las criaturas se arrojaron hacia la parte posterior del estrado; las oí murmurando; entonces la campana dio un repique mucho más fuerte.

—No tenemos poder contra eso —gritó el Conde—. Regresen al refugio.

Sus dos acompañantes se desvanecieron por la pequeña puerta que llevaba a la capilla subterránea y el Conde de Kaldenstein se quedó de pie en el centro de la habitación. Me senté en la mesa, y en ese momento, escuché una poderosa voz llamando desde el otro lado de la puerta principal.

—¡Abran!, en nombre de Dios —gritó una voz como un trueno. —¡Abran! por el poder del siempre bendito Sacramento del Altar.

El Conde se acercó a la puerta y corrió los cerrojos como si lo obligara alguna fuerza abrumadora. La puerta se abrió de golpe; allí estaba la imponente figura del sacerdote, llevando en alto algo parecido a un reloj dentro de una caja de plata. Lo acompañaba el casero y por su expresión, puedo decir que estaba aterrorizado. Los dos avanzaron hacia el vestíbulo y el Conde retrocedió.

—Esta es la tercera vez en diez años que el poder de Dios te detiene —gritó el sacerdote—. Tres veces ha sido traído el sagrado Sacramento a la casa del pecado. Te lo advierto a tiempo, maldito. Regresa a tu endiablada tumba, criatura del Demonio, te lo ordeno.

Emitiendo un extraño sollozo, el Conde se desvaneció a través de la pequeña puerta. Después, el sacerdote se acercó y me levantó de la mesa. El casero sacó una botella y mojó mis labios con brandy, e hice entonces un esfuerzo por levantarme.

—Pobre muchacho —dijo el padre—. No atendiste mi advertencia y mira donde te trajo tu tontería.

Me sacaron del castillo y me ayudaron a bajar las gradas, pero me desplomé antes de llegar a la fonda. Tengo la vaga idea de haber sido ayudado a acostarme, y no recuerdo nada más hasta que desperté en la mañana. El sacerdote y el casero me estaban esperando en el comedor y desayunamos juntos.

— ¿Cuál es el significado de todo esto, Padre? —pregunté después de que la comida estuvo servida.
—Es exactamente como le dije —fue su respuesta—. El Conde de Kaldenstein es un vampiro; da la apariencia de vida a su diabólico cuerpo bebiendo sangre humana. Hace ocho años un joven testarudo, como usted, decidió visitar el castillo. No regresó en un tiempo razonable, y tuve que salvarlo de las garras del monstruo. Sólo llevando conmigo el cuerpo de Cristo fui capaz de entrar y lo hice justo a tiempo. Luego, dos años después, una mujer que profesaba no creer ni en Dios ni en el Diablo, decidió visitar al Conde. Fui obligado a llevar el Sagrado Sacramento al castillo, y por medio de su poder, pude vencer a las fuerzas de Satanás. Hace dos días vi que usted escaló el risco, y vi con alivio que regresó sano y salvo; pero ayer en la mañana, Heinrich me informó que su cama no había sido ocupada y que temía que el Conde lo hubiese atrapado. Esperamos hasta el anochecer y luego nos dirigimos hacia el castillo. Usted conoce el resto.
—Nunca podré agradecerles lo suficiente que me salvaran de esas criaturas, —les dije.
— ¿Criaturas? —repitió el sacerdote en tono de sorpresa.
— ¿Creo que se trata sólo del Conde? El sirviente no es un vampiro como su amo.
—No, no vi al sirviente después de entrar; pero habían otros dos: Augusto y Feodor.
—Augusto y Feodor —murmuró él—. Entonces es peor de lo que nos habíamos imaginado. Augusto murió en 1572 y Feodor en 1645. Ambos eran monstruos de iniquidad, pero no sospechaba que estuvieran entre los muertos vivientes.
—Padre —dijo el casero con voz temblorosa— no estamos seguros en nuestras camas. ¿No podemos recurrir al gobierno para deshacernos de esosvampiros?
—El gobierno se reiría de nosotros —fue su respuesta—. Debemos tomar la ley en nuestras propias manos.
— ¿Qué se debe hacer? —pregunté.
— ¿Me pregunto si usted tiene el coraje de enfrentar este espantoso asunto y ser testigo de algo increíble?

Le aseguré que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudarlo ya que le debía a él mi propia vida.

—Entonces, —dijo— regresaré a la iglesia por algunas cosas e iremos al castillo.
— ¿Vendrás con nosotros Heinrich?

El casero dudó durante un momento, pero era evidente que confiaba plenamente en el sacerdote, y respondió:

—Por supuesto que iré Padre.

Era casi el medio día cuando emprendimos nuestra misteriosa misión. La puerta del castillo permanecía abierta, exactamente como la habíamos dejado la noche anterior y el vestíbulo estaba desierto. Pronto descubrimos una puerta bajo la alfombra, y el sacerdote, con una poderosa linterna eléctrica en la mano, dirigió el camino por las húmedas gradas. Se detuvo en la puerta de la capilla y de sus hábitos extrajo tres crucifijos y un acetre de agua bendita. Nos dio una cruz a cada uno y roció la puerta con el agua; luego la abrió y entramos a la caverna. Sin poner atención al altar y a su horrenda pintura, el sacerdote se dirigió hasta la entrada de la cripta. Estaba cerrada, pero reventó el picaporte con una fuerte patada. Una brisa de aire fétido invadió el lugar haciéndonos retroceder. Luego, el sacerdote levantó el crucifijo ante sí, y gritando: “En el Nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” nos guió hasta la tumba. No sé que esperaba ver, pero sollocé horrorizado tan pronto la luz reveló el interior del lugar. En el centro, descansando en un pedestal de madera, descansaba el cuerpo del Conde de Kaldenstein. Tenía los labios separados como sonriendo y los malvados ojos entreabiertos. Alrededor de la cripta habían nichos con ataúdes y el sacerdote examinó cada uno; luego nos pidió levantar dos y ponerlos en el suelo. Noté que uno llevaba el nombre de Augusto Von Kaldenstein y el otro el de Feodor. Tuvimos que unir nuestras fuerzas para poder mover los ataúdes, pero al final logramos bajarlos. Todo ese tiempo, los ojos del Conde parecían estar mirándonos, pero él nunca se movió.

—Ahora —susurró el sacerdote— lo peor está por comenzar.

Usando un gran destornillador, él comenzó a abrir la tapa del primer ataúd. Tan pronto la soltó, nos pidió que la levantáramos. Dentro estaba el Conde Augusto que conservaba el mismo aspecto de la noche anterior. Sus fulgurantes ojos estaban totalmente abiertos y brillaban con malicia, y un hedor putrefacto lo envolvía. El sacerdote se puso a trabajar en el segundo ataúd y pronto descubrió el cuerpo del Conde Feodor con el cabello opaco enmarcando su blanco rostro. Entonces, comenzó la extraña ceremonia.

El padre tomó nuestros crucifijos y los colocó en el pecho de los dos cuerpos, y sacando su breviario, recitó unas oraciones en latín. Finalmente, se movió hacia atrás y roció los ataúdes con agua bendita. Tan pronto las gotas tocaron los malvados cuerpos, estos se retorcieron atormentados, hasta hincharse como si fueran a explotar, y entonces, frente a nuestros ojos, se convirtieron en polvo. En silencio, pusimos de nuevo las cubiertas de los ataúdes y los regresamos a sus nichos.

—Y ahora —dijo el padre— estamos indefensos. Por artificios del mal, Ludwig von Kaldenstein ha conquistado la muerte; y no podemos tratarlo como tratamos a esas criaturas cuya vitalidad era solo una semblanza de la vida. No podemos más que implorar a Dios que reprima las actividades de este monstruo del pecado.

Mientras hablaba, posó la tercera cruz en el pecho del Conde, roció su cuerpo con agua bendita y rezó una oración en latín. Después de esta oración dejamos la cripta. Cuando la puerta resonó al cerrarse detrás de nosotros, algo se oyó caer al suelo dentro del lugar. Debe haber sido el crucifijo cayendo del pecho del Conde. Subimos al vestíbulo del castillo y nunca el buen aire del Señor había sido tan dulce. Durante todo este tiempo no vimos señales del sirviente y sugerí que deberíamos buscarlo. Sus habitaciones, según recordaba, estaban en la torre norte. Ahí, encontramos su cuerpo, encorvado y viejo, colgando del cuello, amarrado a una viga en el techo. Había muerto al menos veinticuatro horas antes; el sacerdote dijo que no era posible hacer nada más que notificar a sus allegados y preparar el funeral.

Todavía me confunde el misterio del Castillo Kaldenstein. El hecho de que el Conde Augusto y el Conde Feodor se hayan convertido en vampiros después de morir, aunque parezca fantástico, es más comprensible que el caso del Conde Ludwig, que parecía ser inmune a la muerte. El sacerdote no pudo explicar el asunto y pensó que el Conde podría seguir viviendo y perturbando la paz del poblado por tiempo indefinido. Solo una cosa sé; en mi última noche en Kaldenstein abrí mi ventana antes de acostarme y miré hacia el castillo. En lo alto de las torres, clara bajo la luz de la luna, había una figura negra, la sombría silueta del Conde de Kaldenstein. Muy poco queda por contar. Por supuesto, mi estadía en la villa echó a perder todos mis planes y para cuando llegué a Munich, mi paseo había sido de aproximadamente veinte días. Peter Schmit se rió de mí y se preguntaba cuál doncella de ojos azules habría sido la responsable de prolongar mi estadía en alguna villa bávara. Nunca le conté que las verdaderas causas de mi demora habían sido dos hombres muertos, y un tercero que según todas las leyes naturales, debería haber muerto hace mucho tiempo.

Frederick Cowles (1900-1949)

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