jueves, 7 de julio de 2011

La casa maldita

La casa maldita


Rara vez deja de haber ironía incluso en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de los sucesos, mientras que otras sólo atañe a la posición fortuita de éstos entre las personas y los 1ugares Un magnífico ejemplo de este último caso puede encon­trarse en la antigua ciudad de Providence, donde acos­tumbraba a ir Edgar Allan Poe, a mediados del siglo pasado, durante su infructuoso galanteo a Mrs. Whitman, poeta de excelentes dotes. Poe solía parar en la Mansión House —nuevo nombre de la Hostería de la Bola de Oro, cuyo techo cobijó a Washington, a Jefferson y a La­fayette—, y su paseo preferido era hacia el Norte, por la misma calle, donde se encontraban la casa de Mts. Whitman y el vecino cementerio de St. John, situado en la falda de la colina, cuyo recoleto recinto, con abundancia de lápidas del siglo XVII, le fascinaba de manera especial. Lo irónico del caso es que en el curso de aquel paseo, tantas veces repetido, el más grande maestro de lo terrible y de lo fantástico tenía que pasar por delante de cierta casa situada en el lado oriental de la calle; un edificio deslucido y anticuado que se hallaba posado sobre la brus­ca subida de la ladera de la colina, con un amplio y des­cuidado jardín que databa de la época en que la región era en parte campo abierto. No parece que Poe escri­biera o hablara nunca de la casa, ni se tiene noticia de que hubiera reparado en ella. y, sin embargo, aquella morada para las dos personas en posesión de cierta infor­mación, iguala o supera en horror a las más descabelladas fantasías del genio que con tanta frecuencia pasó por de­lante de ella sin saber lo que ocultaba y se alza con mi­rada maliciosa y rígida como símbolo de todo lo que es indeciblemente espantoso.

La casa era —en realidad, continúa siendo— de las que atraen el interés de los curiosos. Originalmente gran­ja, por lo menos en parte, tenía el habitual aspecto colo­nial de las casas prósperas de tejado puntiagudo de la Nueva Inglaterra de mediados del siglo XVIII, con dos pisos y ático, pórtico georgiano y paredes interiores recu­biertas de madera, corno dictaba la evolución del gusto en esa época. Estaba orientada hacia el Sur y tenía un elevado tejado cuyos dos aleros daban, respectivamente, a la ladera de la colina y a la calle. Su construcción, de hace más de siglo y medio, se había adaptado al nivelado y al enderezamiento &l camino en aquella vecindad par­ticular, pues Benefit Street, llamada originalmente Back Street, se trazó como sinuoso sendero entre los sepulcros de los primeros colonos y sólo se enderezó cuando el traslado de los cadáveres al Cementerio del Norte permitió abrir camino a través de los antiguos predios familiares. En un principio, el muro posterior se alzaba sobre un campo de hierba que quedaba como a veinte pies por encima del nivel de la calle, pero un ensanchamiento de ésta; aproximadamente en tiempos de la Guerra de la Independencia, absorbió casi todo el espacio intermedio y dejó los cimientos al aire, por lo que hubo que cons­truir en el sótano un muro de ladrillo, que dio a esta hundida parte de la casa una fachada dotada de puerta y dos ventanas por encima del nivel del suelo, casi a la altura de la calle nueva. Cuando se construyó la acera hace un siglo, se eliminó el resto del espacio intermedio, y en sus paseos Poe debió de ver sólo un muro vertical de ladrillo que nacía del borde de la acera, coronado a una altura de diez pies por la pesada silueta de la antigua casa entejada propiamente dicha.

Los terrenos, propiedad de la familia, se extendían por la parte trasera y subían un buen trecho por la loma, hasta casi llegar a Wheaton Street. El espacio al sur de la casa, el que lindaba con Benefit Street, quedaba, natu­ralmente, muy por encima del nivel de la actual acera, formando una plataforma que acababa en un muro de guijas húmedas y mohosas horadado por un tramo muy inclinado de estrechos escalones que conducía al interior, entre paredes que formaban una especie de desfiladero, y desembocando en la parte superior en un despeinado macizo de césped, muros de ladrillo rezumantes y jardi­nes descuidados, cuyas desmanteladas urnas de cemento, tiestos herrumbrosos caídos de trípodes de nudosas patas y objetos parecidos hacían parecer más atractiva, por con­traste, la puerta principal, maltratada por la intemperie, con su montante roto, pilastras jónicas podridas y carco­mida cornisa triangular. Lo que oí de muchacho acerca de la Casa Maldita fue simplemente que la gente moría en ella en cantidad alar­mante. Esa había sido la razón, me decían, por la que sus primeros propietarios la habían abandonado unos vein­te años después de haberla construido. La casa era, evi­dentemente, malsana, tal vez a. causa de la humedad y de los hongos que crecían en el sótano, del tufo enfermizo que lo contaminaba todo, de las corrientes de los pasillos o de la calidad del agua de la bomba y del pozo. Estas cosas ya eran lo bastante malas y a ellas culpaban, las personas que yo conocía, de las desgracias de la casa. Únicamente los cuadernos de notas, de mi tío el anticua­rio, Dr. Elihu Whipple, me revelaron detalladamente las más oscuras y vagas suposiciones que formaban una co­rriente folklórica subterránea entre los sirvientes más antiguos y la gente humilde, conjeturas que nunca llegaron muy lejos y fueron en su mayor parte olvidadas cuando Providence se convirtió en ciudad importante con una población moderna y cambiante.

En realidad, los habitantes serios de la ciudad nunca consideraron la casa como «encantada» exactamente. No se hablaba de ruidos de cadenas, ni de heladas corrientes de aire, ni de apagones de luces, ni de caras en las venta­nas. Los extremistas decían que traía «mala suerte», pero no pasaban de ahí. Lo indiscutible era que en ella morían gran número de personas, o, mejor dicho, que en ella habían muerto un gran número de personas, pues después de ciertos peculiares acontecimientos ocurridos allí hace más de sesenta años, el edificio había quedado abandona­do debido a la imposibilidad de alquilarlo. Aquellas per­sonas no murieron todas repentinamente por una causa determinada; parecía más bien que su vitalidad iba sien­do minada de un modo insidioso y que su resistencia dependía de su mayor o menor fortaleza natural. Y las que no morían mostraban en diversos grados un tipo de anemia o consunción, y a veces una decadencia de las facultades mentales, que no hablaban a favor de la salu­bridad del edificio. Debe añadirse que las casas vecinas parecían estar completamente libres de aquella perniciosa condición. Esto es cuanto sabía antes que mis insistentes pregun­tas llevaran a mi tío a mostrarme las notas que finalmente nos embarcaron en nuestra espantosa investigación. En mi niñez, la Casa Maldita estaba vacía, con sus árboles desnudos, nudosos y viejos, su alta hierba de una palidez extraña y cizaña de aspecto de pesadilla en el abandonado patio en el que jamás se posaban los pájaros. Los mu­chachos solíamos invadir la finca, y aún recuerdo mi te­rror juvenil provocado no sólo por la morbosa calidad de aquella siniestra vegetación, sino ante la atmósfera y el olor de la ruinosa casa, cuya puerta abierta cruzába­mos frecuentemente en busca de emociones. Los cristales de las ventanas estaban rotos en su mayoría, y una indes­criptible desolación rodeaban los precarios paneles de madera que cubrían las paredes, los desvencijados postigos interiores, el papel de los muros que colgaba a tiras, la escayola que se desmoronaba, las inseguras escaleras y los pocos muebles estropeados que todavía quedaban. El pol­vo y las telarañas daban un mayor matiz de abandono a aquel ambiente atemorizador, y muy valiente tenía que ser el muchacho que se aventuraba por la escalera que conducía al desván, una pieza espaciosa y alargada, con vigas al descubierto, iluminada solamente por la incierta luz de las pequeñas buhardillas de sus extremos y reple­ta de un montón de arcones, sillas y ruecas rotas que infinitos años de abandono habían cubierto y adornado de formas monstruosas y diabólicas.

Pero, después de todo, el desván no era la parte más terrible de la casa. Lo que nos provocaba mayor repul­sión era el húmedo sótano, aunque quedaba completa­mente por encima del nivel del suelo en el lado que mi­raba a la calle, separado de la concurrida acera por un endeble tabique de ladrillo en el que se abrían una puerta y una ventana. No sabíamos si frecuentarlo atraídos por su estímulo fantasmal, o rehuirlo para bien del alma y la cordura. En primer lugar, el mal olor de la casa era más pronunciado allí; y, además, no nos gustaban la blanca fungosidad que brotaba algunas veces del duro suelo de tierra en los veranos lluviosos. Aquellos hongos, de gro­tesco parecido con la vegetación del patio exterior, tenían formas verdaderamente horribles, detestables caricaturas de setas de especies desconocidas. Se pudrían pronto y en determinada fase de su descomposición adquirían una leve fosforescencia, de modo que los transeúntes nocturnos ha­blaban, a veces, de los fuegos fatuos que brillaban detrás de los destrozados cristales de las ventanas, por las que se esparcía el mal olor. Nunca, ni siquiera en las más descabelladas vísperas de Todos los Santos, bajamos al sótano de noche, pero en algunas de nuestras visitas diurnas pudimos percibir la fosforescencia, especialmente si el día era oscuro y húmedo. También captábamos a menudo una cosa más sutil, algo muy extraño que era, sin embargo, y en el mejor de los casos, apenas una sugestión. Me refiero a una mancha nebulosa y blanquecina en el suelo de tie­rra, un depósito, vago y cambiante de moho y nitro que, en ocasiones, creíamos ver entre la esparcida fungosidad cerca del inmenso fogón de la cocina del sótano. Algunas veces nos parecía que aquella mancha tenía una extraña semejanza con la figura de una persona encorvada, aun­que generalmente no existía tal parecido, y con frecuencia ni siquiera la veíamos. Cierta tarde de lluvia en que aque­lla sensación fue particularmente intensa y en que, ade­más, había creído ver una especie de emanación tenue, amarillenta y temblorosa que brotaba del dibujo en di­rección a la campana de la chimenea, le hablé a mi tío del asunto. Se limitó a sonreír ante aquella curiosa fan­tasía, pero me pareció que había en su sonrisa un matiz de reminiscencia. Más tarde me enteré de que en algunas de las antiguas leyendas que circulaban por la región ha­bía una idea similar a la mía, una idea que también aludía a las formas de vampiro y de lobo que tomaba el humo de la gran chimenea, y de los anómalos contornos adop­tados por algunas de las retorcidas raíces de árbol que se abrían camino hasta el sótano por entre las piedras suel­tas de los cimientos.

II.
Mi tío no me dio a conocer las notas e informes que había reunido acerca de la Casa Maldita hasta que fui un hombre adulto. El Dr. Whipple era un médico sen­sato y conservador de la antigua escuela, y a pesar’ del interés que le inspiraba la casa no deseaba alentar a un muchacho a pensar en cosas anormales. Sus propias opi­niones, en el sentido de que el edificio había sido cons­truido en un paraje insalubre, no tenían nada de anor­mal, pero se daba cuenta de que el pintoresquismo de lo que había suscitado su propio interés podría asociarse en la mente fantástica de un muchacho con toda clase de macabras imaginaciones. Mi tío era un solterón, un hombre de pelo blanco, de rostro rasurado vestido a la antigua e historiador local notable, que había roto frecuentemente una lanza contra guardianes de la tradición tan polémicos como Signey S. Rider y Thomas W. Bicknell. Vivía con un criado en una antigua casa georgiana de aldabón, escalinata y baran­dal de hierro que se alzaba amenazadoramente en North Court, calle de empinada pendiente, junto a la mansión colonial de ladrillo en la que su abuelo —primo de un famoso corsario, el capitán Whipple, que en 1772 que­mó la goleta Gaspee de Su Majestad—, había votado el 4 de mayo de 1776 por la independencia de la colonia de Rhode Island. A su alrededor, en la húmeda biblio­teca de techo bajo y blancos paneles que la humedad ha­cía amarillear, de pesada repisa tallada sobre la chimenea y ventanas de pequeños cristales color vino, se guarda­ban las reliquias y documentos cíe su antigua familia, en­tre los cuales había muchas ambiguas alusiones a la Casa Maldita de Benefit Street. Ese malsano lugar no se encuentra lejos, pues Benefit Stteet cofre a lo largo del borde de la precipitada pendiente por encima del Tribu­nal, por donde treparon las primeras casas de los colonizadores.

Cuando mi tío me consideró lo bastante maduro como para digerirla, puso ante mis ojos una crónica realmente extraña. A pesar de la longitud de su contenido, lleno de estadísticas y monótonas genealogías, corría por ella una hebra continua de tenaz y persistente horror y de malignidad preternatural que me impresionaron más que al buen doctor. Sucesos independientes encajaban entre si de manera asombrosa, y detalles al parecer insignifi­cantes prometían un potencial de espantosas posibilida­des. Una nueva y ardiente curiosidad brotó en mí, com­parada con la cual la que sentí de muchacho era débil y rudimentaria. La primera revelación me llevó a realizar una investigación a fondo y finalmente a aquella estreme­cedora búsqueda que resultó tan desastrosa para mí y para los míos. Pues mi tío insistió en unirse a las pesquisas que yo había iniciado, y tras haber estado cierta noche en aquella casa, no volvió a salir conmigo. Ahora estoy solo, sin aquel espíritu amable cuyos largos años estuvieron llenos de honor> virtud, buen gusto, benevo­lencia y erudición. He erigido una urna de mármol en memoria suya en el Cementerio de St. John —el lugar bien amado de Poe—, el recogido soto de altísimos sauces que queda sobre la loma, en donde tumbas y lápidas se agru­pan serenamente entre la mole blanquecina de la iglesia, las casas y los muros de contención de Benefit Street.

La historia de la casa, que se abría paso entre un labe­rinto de fechas, no revelaba nada siniestro en lo referente a su construcción, ni en lo referente a la honorable fami­lia que la edificó. Y, sin embargo, desde sus comienzos la rodeó un aura de calamidades, que pronto adquirió pro­porciones de mal agüero. La historia cuidadosamente re­copilada por mi tío comenzaba con la construcción del edificio en 1763, y desarrollaba el tema con una desacos­tumbrada cantidad de detalles. Sus primeros moradores fueron William Harris, su esposa Rhoby Dexter y sus hijos, Elkanah, nacida en 1755; Abigail, nacida en 1757; William, Junior, nacido en 1759, y Ruth, nacida en 1761. Harris era un adinerado mercader y marino, dedicado al comercio con las Indias Occidentales y relacionado con la firma de Obadiah Brown y sus sobrinos. Después de la muerte de Brown en 1761, la nueva casa de Nicholas Brown & Co. le nombró capitán del bergantín Prudence, construido en Providence, de 120 toneladas, lo que le permitió construir la nueva casa que había anhelado tener desde que contrajo matrimonio. El lugar que había elegido —una parte de la reciente­mente enderezada Back Street, calle nueva y de buen ve­cindario, que corría a lo largo de la ladera de la colina que dominaba el populoso Cheapside— reunía todo lo que pudiera desearse, y la casa hacía honor al solar que ocupaba. Era todo lo buena que podía ser dada una for­tuna moderada, y Harris se apresuró a mudarse a ella antes que naciera el quinto hijo que esperaba la familia. Este hijo, un varón, llegó en diciembre, pero nació muer­to. Durante un siglo y medio no iba a nacer en aquella casa ningún niño vivo.

En el mes de abril, cayeron enfermos los niños, y Abi­gail y Ruth murieron poco después. El Dr. Job Ives diag­nosticó el mal como una clase de fiebre infantil, aunque hubo otros que hablaron de simple debilitación y decai­miento. En cualquier caso, la enfermedad parecía ser con­tagiosa, pues en el mes de junio Hannah Bowen, una de las dos criadas de la casa, murió de la misma dolencia. Eh Lideason, la otra criada, se quejaba constantemente de debilidad, y hubiera regresado a la granja de su padre de no haber sido por el gran cariño que le cobró a Mehi­tabel Rehoboth, que había reemplazado a Hannah. Eh falleció al año siguiente, año triste en verdad, pues en él murió el mismo William Harris, debilitado por el cli­ma de la Martinica, donde sus ocupaciones lo habían retenido durante largas temporadas en la década anterior. Rhoby, su viuda, nunca se repuso de la pérdida de su marido, y la muerte de su primogénita, Elkanah, ocurrida dos años después, significó el golpe decisivo a su razón. En 1768 fue víctima de una locura benigna, y quedó re­cluida en el piso superior de la casa; su hermana mayor, Mercy Dexter, soltera, llegó a la casa para cuidar de la familia. Mercy era una mujer muy poco agraciada, hue­suda y de gran fortaleza física; pero su salud empeoró visiblemente desde su llegada. Profesaba un profundo afecto a su desventurada hermana y un cariño especial al único sobrino que le quedaba, William, que luego de haber sido un niño fuerte y robusto se había convertido en un muchacho flacucho y enfermizo. Ese mismo año murió Mehitabel, y el otro criado, Preserved Smith, se marchó sin dar una explicación coherente, o aduciendo simplemente algunas historias poco razonables y dicien­do que no le gustaba el olor de la casa. Durante algún tiempo, Mercy no pudo conseguir más ayuda, pues siete muertes y un caso de locura, todo ello en un período de cinco años, habían comenzado a fomentar habladurías, repetidas primeramente junto a la lumbre, y convertidas luego en absurdos rumores. Finalmente, consiguió unos criados que no eran del pueblo: Ann White, una mujer melancólica de la parte de North Kingstown que hoy for­ma la villa de Exeter, y un hombre competente venido de Boston que se llamaba Zenas Low.

Ann White fue la primera en dar forma definida a los rumores. Mercy nunca debió tomar a criada alguna de la comarca de Nooseneck Hill, pues esas tierras remotas y atrasadas eran entonces, como hoy, semillero de las más inquietantes supersticiones. En 1892, fecha relativamente reciente, las gentes de Exeter desenterraron un cadáver y quemaron ceremonialmente el corazón para impedir cier­tas supuestas apariciones nocivas para la salud y la paz de la población, y puede imaginarse cuál era el punto de vista de esa comarca en 1768. Ann habló mucho e indiscretamente, y al cabo de unos meses Mercy la despidió reemplazándola con una fiel y amable criada de Newport, María Robbins. Mientras tanto, la infortunada Rhohy Harris, en su locura daba rienda suelta a sueños y falsas aprensiones de la más horrible especie. Había veces en que sus gritos se hacían insoportables y durante largos períodos decía tales horrores que su hijo tuvo que ser enviado a casa de su primo, Peleg Harris, que vivía, en Presbyterian Lane, cerca del nuevo edificio del colegio universitario. El mu­chacho parecía mejorar después de estas visitas, y de ha­ber sido Mercy tan. inteligente como bien intencionada, hubiera dejado que el chico se quedara a vivir permanen­temente en casa de Peleg. La tradición no está de acuerdo en lo que Mrs. Harris gritaba en sus estallidos de violen­cia, o, mejor dicho, los relatos son tan absurdos que se invalidan a sí mismos. Pues resulta, efectivamente, absur­do oír que una mujer que solamente tenía rudimentarios conocimientos del francés, gritara durante horas enteras empleando un francés grosero y coloquial, o que, la misma persona, en la vigilada soledad de su habitación, se quejara amarga y excitadamente de una presencia que la mi­raba fijamente y la atormentaba con dentelladas y mor­discos. Zena, el criado, murió en 1772, y cuando Mistress Harris se enteró, lo celebró con risas y a1borozo, algo incomprensible en ella. Al año siguiente falleció, siendo enterrada en el Cementerio del Norte, junto a su marido.

Cuando comenzó la guerra con Inglaterra en 1775, William Harris, a pesar de sus dieciséis años y de su en­deble constitución, consiguió alistarse en el Ejército de Observación a las órdenes del general Greene, y a partir de entonces empezó a mejorar de salud y a ganar en prestigio. En 1780, siendo capitán de las fuerzas de Rho­de Island en Nueva Jersey, mandadas por el coronel Angell, conoció a Phebe Hetfield, de Elizabethtown, con­trajo matrimonio con ella y la llevó consigo a Providence al año siguiente cuando le licenciaron honrosamente en el ejército. El regreso del joven soldado no fue un acontecimiento feliz. La casa, es cierto, se encontraba aún en buen estado; la calle se había ensanchado y le habían cambiado el nombre de Back Street por el de Benefit Street. Pero el antes robusto cuerpo de Mercy Dexter se había enco­gido y desmejorado curiosamente, y ahora era una patética figura encorvada de voz cavernosa y desconcertante palidez, característica singularmente compartida por Ma­ría, la única criada que quedaba. En el otoño de 1782, Phebe Harris dio a luz una hija muerta, y el día 15 del siguiente mes de mayo, Mercy fallecía tras una vida labo­riosa, austera y virtuosa. William Harris, convencido por fin de la naturaleza radicalmente malsana de su casa, decidió abandonarla y cerrarla para siempre. Consiguió alojamiento provisional para su esposa y para él en la Hostería de la Bola de Oro, recientemente abierta, y dispuso la construcción de una casa nueva y mejor en Westminster Street, en el ensanche de la ciudad, al otro lado del Gran Puente. Allí nació en 1785 su hijo Dutee, y allí vivió la familia hasta que el desarrollo y necesidades del comercio los llevaron a instalarse al otro lado del río; y más allá de la loma en Angell Street, en el nuevo bardo residencial del Este, en donde el desaparecido Archer Harris construyó su sun­tuosa y fea residencia con tejado a la francesa en 1876. William y Phebe murieron víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en 1797, pero Dutee fue criado por su primo Rathbone Harris, hijo de Peleg.

Rathbone era un hombre práctico y arrendó la casa de Benefit Street, a pesar del deseo de William de conservar­la desalquilada. Juzgó que tenía la obligación hacia su pupilo de sacar el máximo beneficio del patrimonio del muchacho, y no le importaron las muertes y enfermeda­des que ocasionaron continuos cambios de inquilinos, ni la creciente aversión que la casa generalmente inspiraba. Es probable que sintiera únicamente enojo cuando, en 1804, las autoridades municipales le dieron orden de fu­migaría con azufre, alquitrán y alcanfor como consecuencia del comentado fallecimiento de cuatro personas, proba­blemente causado por un brote de fiebre epidémica. Se dijo que el lugar olía a fiebre. El propio Dutee no pensó gran cosa en la casa, pues llegó a ser oficial de un barco corsario y prestó servicios con distinción en el Vigilant, mandado por el capitán Cahoone en la guerra de 1812. Regresó ileso, contrajo matrimonio en 1814 y fue padre aquella memorable no­che del 23 de septiembre de 1815, en que una gran tor­menta arrastró las aguas de la bahía hasta que cubrieron la mitad de la ciudad lanzando una gran balandra a bue­na altura de Westminster Street de modo que sus más­tiles casi golpearon las ventanas de los Harris en simbó­lica afirmación de que el recién nacido, Welcome, era hijo de marino. Welcome no sobrevivió a su padre, pero sí vivió lo suficiente para morir gloriosamente en Fredericksburg en 1862. Ni él ni su hijo Archer supieron nada de la Casa Maldita, sino que era un engorro casi imposible de arrendar, tal vez a causa de la perniciosa humedad y del olor a viejo y a abandono. En realidad, no volvió a ser alquilada después de una serie de muertes que culminaron en 1861, y que pasaron inadvertidas a causa de la emo­ción de la guerra. Carrington Harris, el último descen­diente varón de la familia, la conocía sólo como un lugar abandonado, pintoresco y centro de leyendas hasta, que yo le conté mi experiencia. Se proponía derribarla y cons­truir en el solar un nuevo edificio de apartamentos, pero después de mi relato decidió dejarla en pie, instalar ca­ñerías y alquilaría. No se ha tropezado todavía con nin­guna dificultad para encontrar inquilinos. El horror ha desaparecido.

III.
Puede imaginarse lo profundamente que me impresio­naron los anales de los Harris. En esta ininterrumpida historia parecía anidar una persistente maldad superior a todo lo que yo había conocido en la naturaleza; una mal­dad claramente relacionada con la casa, y no con la fa­milia. Confirmó esta impresión la colección menos siste­mática de heterogéneos datos de mi tío —leyendas procedentes de habladurías de criados, recortes de perió­dicos, copias, certificados de defunción extendidos por mé­dicos colegas suyos y cosas semejantes. No puedo repro­ducir todo esa material, pues mi tío fue un incansable investigador del pasado y sintió gran interés por la Casa Maldita; pero puedo referirme a diversos puntos desta­cados que llaman la atención por su repetición en muchos informes procedentes de diversas fuentes. Por ejemplo, los rumores de la servidumbre coincidían casi unánime­mente en atribuir al sótano, con sus hongos y su mal olor, la supremacía en la perniciosa influencia. Hubo cria­das —Ann White especialmente— que se resistían a usar la cocina del sótano, y por lo menos tres leyendas muy concretas hablaban de las extrañas formas, casi humanas o diabólicas, que tomaban las raíces de los árboles y las manchas de moho en esa parte de la casa. Estas últimas me interesaban profundamente recordando lo que yo ha­bía visto de chico, pero tuve la sensación de que la mayor parte de lo importante había quedado en cada caso oscu­recido en buena parte por añadiduras sacadas del común acerbo de cuentos locales de fantasmas. Ann White, con su superstición típica de Exeter, ha­bía difundido la más estrambótica y al mismo tiempo más coherente de las historias o patrañas, según la cual tenía que estar enterrado ‘bajo la casa uno de esos vampiros, o muertos que conservan la forma corporal y viven de la sangre o del aliento de los seres vivos, cuyas espantosas huestes envían sus formas o espíritus acechantes al exte­rior durante la noche. Para acabar con un vampiro, dicen las comadres, hay que desenterrarlo y quemarle el cora­zón, o por lo menos atravesárselo con una estaca, y la tenaz insistencia de Ann en que debía cavarse el suelo del sótano en busca de cadáveres había sido la causa prin­cipal de que la despidieran.

Pero sus historias encontraron un amplio auditorio, y se aceptaron más fácilmente porque la casa estaba edifi­cada efectivamente en un lugar que en otra época sir­viera de cementerio. Para mí esto tenía menos importan­cia que ciertos detalles realmente desconcertantes —la queja del criado, Preserved Smith, que había precedido a Ann sin oír jamás hablar de ella, de que algo «le chu­paba el aliento» por la noche; los certificados de defun­ción de las víctimas de la fiebre en 1804, expedidos por el Dr. Chad Hopkins, es que se mencionaba que las cua­tro personas carecían inexplicablemente de sangre; y los oscuros desvaríos de la pobre Rhoby Harris cuando se quejaba de los agudos dientes y ojos vidriosos de una pre­sencia semivisible. Aunque libre de vanas supersticiones, estas cosas me producían una extraña sensación que se intensificó al leer dos recortes de periódico de fechas muy distintas relati­vos a muertes acaecidas en la Casa Maldita —uno de la Providence Gazette and Country-Journal, del 12 de abril de 1815, y el otro del Daily Transcript and Chronicle, del 27 de octubre de 1845—, y que detallaban un espeluz­nante suceso cuya repetición resultaba extraña. Parece ser que en ambos casos la persona agonizante, en 1815 una dulce anciana llamada Stafford, y en 1845 un maestro de mediana edad llamado Eleazer Durfee, se transfiguró horriblemente, vidriándose su mirada e intentando mor­der la garganta del médico que le atendía: Todavía más extraño fue el caso que puso término al alquiler de la vivienda, una serie de muertes por anemia precedidas de locura en el curso de la cual los enfermos atentaban con­tra la vida de sus parientes mediante incisiones en el cuello o en las muñecas.

Esto ocurrió en 1860 y 1861, cuando mi tío comenza­ba a ejercer su profesión de médico; y antes de partir para el frente oyó hablar mucho del caso a sus colegas más viejos. Lo que resultaba verdaderamente inexplica­ble era la forma en que las víctimas —gente ignorante, pues aquella casa maloliente y rehuida no podía alqui­larse a otra dase de personas—, balbuceaban impreca­ciones en francés, lengua que era imposible que hubieran estudiado verdaderamente. Aquello hacía pensar en la po­bre Rhoby Harris de casi cien años antes, y tanto impre­sionó esto a mi tío que empezó a reunir datos históricos acerca de la casa a su regreso de la guerra, después de escuchar los relatos personales de los doctores Chase y Whitmarsh. Realmente, comprobé que mi tío había pen­sado mucho en el asunto y de que se alegraba de mi propio interés abierto y comprensivo que le permitía dis­cutir conmigo cosas de las que otros se hubieran reído. Su imaginación no había llegado tan lejos como la mía, pero presentía que el lugar tenía algo de raro por su po­tencial para la imaginación y que merecía ser tenido en cuenta como inspiración en el terreno de lo grotesco y lo macabro. Por mi parte estaba dispuesto a tomar todo el asunto con gran seriedad y empecé inmediatamente no sólo a revisar las pruebas, sino a acumular tantos datos como pudiera reunir. Hablé muchas veces con Archer Harris, el anciano propietario de la casa, antes que muriera en 1916, y obtuve de él y de su hermana soltera todavía viva, una auténtica corroboración de todos los datos que mi tío había reunido acerca de la familia. Pero cuando les pregunté qué relación pudo tener la casa con Francia o con su lengua, se confesaron tan desconcertados e igno­rantes respecto a ese asunto, como yo. Archer nada sabía, y lo único que pudo decir su hermana era que posible­mente su abuelo, Dutee Harris, había oído hablar de algo capaz de arrojar alguna luz sobre el tema. El viejo ma­rino, que sobrevivió dos años a su hijo muerto en la guerra, no conoció por si mismo la leyenda, pero recor­daba que su primera niñera, la anciana María Robbins, parecía estar vagamente enterada de algo que podía haber dado cierto extraño significado a los desvaríos franceses de Rhoby Harris que tantas veces había oído en los últi­mos días de aquella desgraciada mujer. María había vi­vido en la Casa Maldita desde 1769 hasta que la familia se mudó en 1783 y había visto morir a Mercy Dexter. Una vez le insinuó algo a Dutee, aún niño, sobre un de­talle algo extraño de los últimos momentos de Mercy, pero el chico lo había olvidado todo excepto que se tra­taba de algo raro. La nieta recordaba aquel detalle de un modo confuso. Ni ella ni su hermano estaban tan inte­resados en la casa como Carrington, el hijo de Archer y actual propietario, con quien hablé después de lo que me pasó.

Una vez que conseguí de la familia Harris todos los datos que sabían, me dediqué a investigar los antiguos archivos y documentos de la ciudad con más cuidado y minuciosidad que lo había hecho mi tío. Lo que buscaba era una historia completa del solar en que se construyó la casa desde la fundación de la ciudad, ocurrida en 1636, o aun desde tiempos anteriores, si es que podía desenterrar alguna leyenda de los indios Narragansett con el fin de obtener los datos. Encontré, para empezar, que aquellos terrenos formaron parte de una larga franja de tierra otorgada originalmente a John Throckmorton, una de las muchas similares que comenzaban en Town Street, junto al río, y se extendían sobre la colina hasta un lu­gar que coincidía aproximadatnente con la de la moderna Hope Street. La propiedad de Throckmorton, naturalmen­te, se había subdividido posteriormente, y dediqué mu­cho tiempo y trabajo a investigar qué había sido de aquella parte por la que luego correría Back o Benefit Street. Parece, según rumores, que había sido el cementerio de los Throckmorton, pero cuando estudié más cuidadosamente los documentos, descubrí que todas las tumbas habían sido trasladadas en una fecha anterior al Cemente­rio del Norte, situado en la Pawtucket West Road. Y de pronto encontré, por pura casualidad, pues no estaba en los legajos principales y muy bien pudo pasar­me inadvertido, algo que me emocionó profundamente, pues encajaba con algunos de los aspectos más extraños del caso. Era un documento de arrendamiento de 1697, relativo a un pequeño trozo de tierra, y otorgado a un tal Etienne Roulet y a su esposa. Al fin había aparecido el elemento francés, y también otro más profundamente horripilante que el nombre evocó extrayéndolo de mis insólitas y heterogéneas lecturas, lo que me llevó a estu­diar febrilmente el plano del lugar tal como había sido antes del trazado de la Back Street entre 1747 y 1758. Encontré lo que a medias esperaba; en el solar donde se alzaba ahora la Casa Maldita, detrás de una casita de planta baja, los Roulets habían enterrado a sus muertos, sin que existiera constancia de ningún traslado de tum­bas. El documento terminaba de un modo confuso y tuve que buscar en los archivos de la Sociedad Histórica de Rhode Island y en la Biblioteca Shepley hasta encontrar una referencia local al nombre de Etienne Roulet. Por fin encontré algo y de tan vago y monstruoso significado que decidí investigar inmediatamente el sótano de la Casa Maldita con una nueva y emocionada minuciosidad.

Al parecer, los Roulets llegaron en 1696 de East Green­wich a la costa occidental de la bahía de Narragansett. Eran hugonotes procedentes de Caude, y habían tropeza­do con una fuerte oposición antes de que se les permitiera instalarse en Providence. La impopularidad les ha­bía acosado en East Greenwich, a donde llegaron en 1686 después de la revocación del Edicto de Nantes, y decían las malas lenguas que la ojeriza procedía de algo más que de los prejuicios raciales o nacionales, o de las rencillas sobre tierras que afectaron a otros colonizadores france­ses que disputaron con los ingleses, rencillas que ni si­quiera el gobernador Andros pudo apaciguar. Pero su ardiente protestantismo —demasiado ardiente, según algunos— y su manifiesta aflicción cuando los echaron del pueblo hizo que les concedieran refugio; y el aceitunado Etienne Roulet, menos ducho en faenas agrícolas que en leer extraños libros y dibujar raros diagramas, logró que le dieran un puesto de oficinista en el muelle de Pardon Tillinghast, en el extremo sur de Town Street. Pero tuvo lugar un alboroto de alg4ti tipo, tal vez cuarenta años más tarde, después de la muerte del viejo Roulet, y nadie parecía haber vuelto a oír hablar de la familia desde entonces. Al parecer, durante más de un siglo se recordó bien a los Roulet, y se habló frecuentemente de ellos como protagonistas de incidentes ocurridos en la vida apacible del puerto de Nueva Inglaterra. Paul, e1 hijo de Etienne, muchacho taciturno cuya conducta impredecible probable­mente había provocado el escándalo que hizo desaparecer a la familia, fue especialmente motivo de conjeturas; y aunque Providence no compartió nunca los temores a la brujería de sus vecinos puritanos, insinuaban las viejas comadres que las plegarias de Paul no eran proferidas en el momento adecuado ni dirigidas a quien debían dirigirse. Todo esto constituyó la base de la leyenda conocida por la anciana María Robbins. La relación que pudiera tener con los desvarjos en francés de Rhoby Harris y de otros habitantes de la Casa Maldita, sólo podrían deter­minarlo la imaginación o algún descubrimiento futuro. Me pregunté cuántos de los que habían conocido las le­yendas habían sabido de aquel eslabón más con lo terri­ble, que mis extensas lecturas me permitieron descubrir; un dato significativo encontrado en los anales del horror morboso y que habla de Jacques Roulet, de Caude, con­denado en 1598 a morir en la hoguera por demoníaco, salvado luego de las llamas por el Parlament de París y encerrado en un manicomio. Fue encontrado en un bos­que cubierto de sangre y de jirones de carne, poco des­pués de que una pareja de lobos dieran muerte a un mu­chacho y lo despedazaran. Se había visto escapar ileso a uno de los lobos. Sin duda una bonita historia para escucharla al lado de la chimenea, con un nombre y un lugar extrañamente significativos, pero llegué a la conclu­sión de que no era posible que los chismosos de Provi­dence en general pudieran conocerla. De haberse sabido, la coincidencia de los nombres hubiera provocado accio­nes drásticas inducidas por el miedo, aunque, ¿no pudo haber sido su difusión, aunque entre susurros, la causa del alboroto final que hizo desaparecer a los Roulet de la ciudad?

Comencé a visitar el lugar maldito con creciente frecuencia, a estudiar la malsana vegetación del jardín, a exa­minar todas las paredes de la casa y a revisar, pulgada a pulgada, el suelo de tierra del sótano. Finalmente, con permiso de Carrington Harris, me procuré una llave para la puerta del sótano que había dejado de usarse y que daba directamente a Benefit Street, pues prefería tener una salida más directa al exterior que la que brindaban las oscuras escaleras, el vestíbulo del piso bajo y la puerta principal. Allí, donde lo morboso acechaba en cada rin­cón, investigué y hurgué en los largos atardeceres en que el sol se filtraba por la puerta cubierta de telarañas que quedaba por encima del nivel del piso y que me situaba tan sólo a unos cuantos pies de la apacible acera de la calle. Ninguna novedad premió mi labor, sólo la depri­mente y mohosa humedad y las leves sugerencias de olo­res desagradables y salitrosos perfiles en el suelo, y su­pongo que muchos transeúntes debieron de mirarme con curiosidad a través de los cristales rotos. Finalmente, por una sugerencia de mi tío, decidí convertir en nocturnas mis visitas, y una noche de tormenta guié el rayo de luz de una linterna eléctrica por el suelo rezumante en que se dibujaban extrañas siluetas y en el que brotaban hongos semifosforescentes. El lugar me ha­bía deprimido curiosamente aquella tarde, y casi estaba preparado cuando vi —o creí ver— entre los blanqueci­nos sedimentos la silueta especialmente definida de la «sombra encorvada» que había imaginado desde mucha­cho. Su claridad era asombrosa y sin precedentes, y mien­tras la observaba creí ver de nuevo el tenue y tembloroso hálito amarillento que me había asustado una tarde llu­viosa. hacía muchos años. Se elevó por encima de la mancha antropomórfica de moho que había junto a la chimenea: era un vapor su­til, malsano, casi luminoso que mientras flotaba temblo­roso en el aire húmedo parecía adoptar una forma vaga, incierta y maligna, para luego disiparse gradualmente en una desvaída nube subiendo a través de la oscuridad de la gran chimenea y dejando un repulsivo hedor a su paso. Fue en verdad horrible, y mucho más para mí, por lo que sabía del lugar. Negándome a huir, lo contemplé hasta que se desvaneció, y mientras lo miraba sentí que también aquello me observaba ávidamente con ojos más imaginables que visibles. Cuando se lo conté a mi tío le impresionó profundamente, y después de una hora de reflexión, tomó una decisión definitiva y drástica. Sopesando mentalmente la importancia de la cuestión, y el signifi­cado de nuestra relación con ella, insistió en que ambos debíamos probar, y si era posible destruir, el misterioso horror de la casa dedicándonos una noche, o varias, a vigilar juntos, dispuestos a actuar violentamente en aquella bodega mohosa y apestada de los hongos.

IV.
El miércoles, 25 de junio de 1919, después de infor­mar debidamente a Carrington Harris, aunque sin comu­nicarle lo que esperábamos encontrar, mi tío y yo lleva­mos a la Casa Maldita dos hamacas y un catre de campaña plegables junto con unos aparatos científicos de gran peso y complejidad. Pusimos todo en el sótano durante el día y tapamos las ventanas con papel, con la intención de volver por la noche para nuestra primera guardia. Habíamos cerrado con llave la puerta del sótano que llevaba al piso bajo, y dado que teníamos llave para la puerta que daba a la calle, estábamos dispuestos a dejar allí los costosos y delicados aparatos, conseguidos en secreto y a un elevado precio, tantos días como fuera necesario. Nuestro plan era permanecer despiertos hasta muy tarde y vigilar luego por turno durante guardias de dos horas; yo me encargaría de la primera y mi compañero de la segunda; el que quedara libre descansaría en el catre. Mi tío asumió la dirección de nuestra aventura y consiguió los instrumentos en los laboratorios de la Univer­sidad de Brown y en la Armería de Cranston Street, po­niendo de manifiesto la gran vitalidad y resistencia de que disfrutaba a sus ochenta y un años. Elihu Whipple había vivido de acuerdo con las leyes higiénicas que había predicado como médico, y de no haber sido por lo que luego ocurrió, aún estaría entre nosotros lleno de vigor. Sólo dos personas saben o sospechan lo que ocurrió: Carrington Harris y yo. Tuve que contárselo a Harris porque era el propietario de la casa y merecía saber lo que había salido de ella. Además, habíamos hablado con él antes de iniciar nuestras investigaciones, y, al produ­cirse la desaparición de, mi tío, supe que sabría compren­der y ayudarme a dar unas explicaciones públicas vitales y necesarias. Palideció al oírme, pero aceptó ayudarme y decidió que ya no habría peligro en alquilar la casa.

Decir que no estábamos nerviosos en aquella lluviosa noche de vigilancia sería faltar a la verdad. Ninguno de los dos éramos, como he dicho, supersticiosos, pero el estudio científico y la reflexión nos habían enseñado que el conocido universo de tres dimensiones abarca una mínima parte de la sustancia y energía del cosmos total. En aquel caso, existían numerosas pruebas auténticas de la existencia de fuerzas dotadas de un gran poder y, desde el punto de Vista humano, de una excepcional maldad. Afirmar que creíamos realmente en vampiros o en hombres-lobo no sería exacto. Más bien puede decirse que no estábamos dispuestos a negar la posibilidad de ciertas mo­dificaciones anormales y sin clasificar de la energía vital y la materia diluida, existentes con poca frecuencia en el espacio tridimensional a causa de su más íntima rela­ción con otras unidades espaciales, pero lo suficientemente próximas a la nuestra como para manifestarse ocasional­mente en formas que, por faltarnos una perspectiva ade­cuada, escapan a nuestra comprensión. En resumen, creíamos mi tío y yo que una incontro­vertible serie de factores indicaban la existencia de un influjo persistente en la Casa Maldita que se remontaba a uno u otro de los colonos franceses de hacía dos siglos y que seguía actuando según insólitas y desconocidas le­yes del movimiento atómico y electrónico. La historia de la familia Roulet parecía demostrar que sus miembros ha­bían poseído una anormal afinidad con círculos de enti­dades exteriores, de esferas oscuras que sólo inspiran re­pulsión y terror a las personas normales. ¿No habrían puesto en movimiento los alborotos de la década de 1730 ciertas configuraciones cinéticas en el morboso cerebro de alguno de sus miembros —especialmente en el del si­niestro Paul Roulet— que habrían sobrevivido misterio­samente a los cuerpos asesinados y continuado funcionan­do en algún espacio multidimensional con las fuerzas originales impulsadas por un odio frenético de la comu­nidad invadida?

Indudablemente, esto no sería una imposibilidad física o bioquímica a la luz de la ciencia moderna que incluye la teoría de la relatividad y de la acción intraatómica. Es fácil imaginar un núcleo extraño de sustancia o energía, carente o no de forma, mantenido vivo por sustracciones imperceptibles o inmateriales de fuerza vital, o de tejidos corporales y fluidos de otros seres vivos más palpables en los cuales penetra y con cuyos tejidos llega incluso a confundirse. Puede ser hostil de manera activa, u obedecer sencillamente a impulsos ciegos de conservación. En cualquier caso, semejante monstruo ha de ser forzosamen­te, en nuestro esquema vital una anomalía y un intruso, y su eliminación es deber primordial de todo hombre que no sea enemigo de la vida la salud, y la cordura del mundo. Lo que nos desconcertaba era nuestra completa ignorancia de la apariencia bajo la cual podíamos encontrar aquello Ninguna persona cuerda lo había visto, y pocas lo habían sentido de manera concreta. Podía ser energía pura —una forma etérea y “ajena al reino de la sustan­cia—, o podía ser parcialmente material, una masa desconocida y ambigua de plasticidad, capaz de transformarse a voluntad en una nebulosa aproximación de un estado sólido, liquido, gaseoso o a cualquier otro estado tenua­mente carente de partículas. La mancha antropomórfica de mohoso salitre del suelo, la configuración o silueta del amarillento vapor y la curvatura de las raíces en algunas de las antiguas leyendas, tendían a confirmar por lo me­nos una remota y recordada conexión con la forma hu­mana; pero nadie podía saber con certeza hasta qué punto era representativa o permanente aquella similitud. Disponíamos de dos armas para combatirlo: una válvula Crookes de rayos catódicos de considerable tamaño, espe­cialmente equipada y alimentada por potentes acumu­ladores, con pantallas y reflectores especiales por si la cosa era intangible y sólo podía ser destruida, con radia­ciones de éter de gran intensidad, y un par de lanzallamas militares de los que habían sido utilizados en la Guerra Mundial, por si era parcialmente materia y susceptible de destrucción mecánica, pues, al. igual que los supersti­ciosos labriegos de Exeter, estábamos dispuestos a que­marle el corazón, si había algún corazón que quemar. Todo este equipo de agresión quedó instalado en el sótano en lugares cuidadosamente dispuestos con relación al ca­tre y a las sillas y a la zona delante de la chimenea donde el moho había tomado extrañas formas. Esa incitante man­cha, dicho sea de paso, era sólo levemente visible cuando instalamos el catre, las sillas y los instrumentos, y cuando regresamos por la noche para iniciar la vigilancia. Por un momento dudé haberla visto alguna vez dibujada con ma­yor firmeza, pero entonces recordé las leyendas.

Nuestra guardia en el sótano comenzó a las diez de la noche, y discurrió sin que el transcurso de las horas aportara ninguna novedad. El débil resplandor que se filtraba hasta el sótano procedente de las farolas de la calle azo­tadas por la lluvia y la tenue fosforescencia de los detes­tables hongos nos permitían ver la humedad de la pared de piedra, de la que había desaparecido todo vestigio del enjalbegado original; el suelo de tierra cubierto en parte de verdín y de repulsivos hongos; los restos podridos de las que fueron mesas, banquetas y sillas, y otros muebles no identificables; los gruesos maderos del piso superior y las grandes vigas del techo; la desvencijada puerta de tablones que conducía a cuartuchos y salas situados bajo otros aposentos de la casa; la escalera de piedra medio desmoronada con su estropeado pasamanos de madera; la tosca chimenea de ladrillos ennegrecidos en la que unos herrumbosos trozos de hierro recordaban que allí hubo en otros tiempos trébedes, morillos, espetones, aguilones y otros adminículos del cocinero cuyos nombres han caído casi en el olvido, así como la puerta del horno de ladrillo y la pesada e intrincada maquinaria destructiva que había­mos llevado. Como en mis anteriores exploraciones, habíamos dejado abierta la puerta que daba a la calle, para tener una vía de escape práctica y directa en el caso de que tuviéramos que enfrentarnos con manifestaciones imposibles de dominar. Pensábamos que nuestra larga presencia nocturna atraería a cualquier ente maligno que allí acechara; y que, estando preparados, podríamos eliminarlo con alguno de los medios de que disponíamos, después de haberlo reco­nocido y observado suficientemente. No teníamos la me­nor idea del tiempo que exigiría evocar y destruir la cosa. Sabíamos, desde luego, que la aventura era arriesgada, ya que no podíamos intuir la fuerza con que se manifes­taría el fenómeno. Pero pensábamos que el juego valía la pena y lo emprendimos solos y sin vacilar, compren­diendo que buscar ayuda sólo nos expondría al ridículo y tal vez condujera al fracaso de nuestros planes. Ese era nuestro estado de ánimo mientras charlábamos, avanzada la noche, hasta que el aire soñoliento de mi tío me re­cordó que había llegado el momento de que fuera a des­cansar un par de horas.

Algo semejante al miedo me heló el corazón cuando quedé allí sentado en la madrugada y sin compañía, y digo sin compañía porque quien permanece junto a una per­sona dormida está verdaderamente solo, tal vez más solo de lo que pueda imaginar. Mi tío respiraba pesadamente, el rumor de la lluvia acompañaba sus aspiraciones pun­teadas por otro sonido de agua que goteaba en el interior de la casa, porque ésta era muy húmeda aún en tiempo seco y con aquella tormenta parecía un pantano. Me puse a mirar detenidamente la vieja mampostería de las pare­des a la luz de los hongos y de los débiles reflejos que se filtraban por las persianas; en una ocasión, cuando aquel ruido estaba a punto de hacerme perder la paciencia, abrí la puerta y miré arriba y abajo de la calle alegrando mis ojos con cosas conocidas y también el olfato con el aire puro y saludable. Pero no sucedió nada que recom­pensara mi vigilancia y bostecé repetidamente mientras la fatiga comenzaba a predominar sobre el temor. Luego, el oír a mi tío moverse en sueños, atrajo mi atención. Durante la última mitad de la primera hora se había movido varias veces, intranquilo, pero ahora estaba respirando con anormal irregularidad, suspirando a veces quejosamente. Lo enfoqué con mi linterna eléctrica y lo vi con la cara vuelta hacia atrás, por lo que me levanté y crucé hasta el otro lado del catre y lo enfoqué nuevamente para ver si parecía tener algún dolor. Vi algo que me. alarmó de forma sorprendente, teniendo en cuenta su relativa nimiedad. Debió ser, sencillamente, la asociación de una circunstancia poco frecuente con la siniestra na­turaleza del lugar en que nos encontrábamos y la índole de nuestra misión, ya que la situación en sí no tenía nada de espantoso ni de anormal. Simplemente, la expre­sión del rostro de mi tío, perturbado por los sueños ex­traños que nuestra situación provocaba, revelaba una gran agitación y no parecía ser propia de él. Su expresión ha­bitual era apacible y tranquila, mientras que ahora parecían luchar dentro de él diversas emociones. Creo que lo que me inquietó principalmente fue esa variedad. Mi tío, mientras jadeaba y se movía con creciente inquietud y con ojos que había empezado a abrir, no parecía uno, sino muchos hombres, y daba la curiosa sensación de extrañamiento de sí mismo.

De repente, comenzó a murmurar, y no me gustó el aspecto de su boca y de sus dientes mientras hablaba. Al principio no pude entender las palabras que decía, pero luego mi asombro fue muy grande cuando reconocí en ellas algo que me dejó helado hasta que recordé la gran cul­tura de mi tío y las interminables traducciones que había hecho de artículos de antropología y temas de la antigüe­dad para la Revue des Deux Mondes. Pues el respetable doctor Whipple estaba murmurando en francés, y las po­cas frases que pude captar parecían estar relacionadas con los más oscuros mitos que había adaptado de la famosa revista de París. De pronto, la frente de mi tío se mojó de sudor y él se incorporó bruscamente, medio despierto. Dejó de murmurar en francés para dar un grito en inglés, y exclamó en tono angustiado:

—¡Mi aliento..., mi aliento!
Despertó por completo y, recobrando su rostro la expresión normal, tomó mi mano y comenzó a relatarme un sueño cuyo espantoso significado sólo pude intuir con asombro. Dijo que había pasado flotando desde una serie co­rriente de escenas soñadas a otra cuya rareza no podía relacionarse con nada que hubiera leído. Era de este mundo, y, sin embargo, ajena a él, una oscura confusión geo­métrica en la cual podían verse elementos de cosas fami­liares en las más anormales e inquietantes combinaciones. Se advertía una sugerencia de imágenes extrañamente des­ordenadas superpuestas unas a otras; una perspectiva en la que lo esencial del tiempo, y también del espacio, pa­recía disuelto y mezclado de la manera más ilógica. En esta caleidoscópica vorágine de imágenes fantasmales ha­bía instantáneas ocasionales, si puede emplearse esta pala­bra, de singular claridad, pero de inexplicable heteroge­neidad. En un momento mi tío creyó yacer en una fosa recién abierta, mientras una multitud de rostros con alborotados rizos y sombreros tricornios lo miraban ceñudos desde lo alto. En otro momento le pareció estar dentro de una casa, aparentemente antigua; cuyos habitantes y detalles cambiaban continuamente y no podía recordar los rostros ni los muebles, ni siquiera la habitación, dado que puertas y ventanas cambiaban de forma y posición con la mis­ma volubilidad que los demás objetos. Lo más raro, y mi tío se refirió a ello en el tono de quien no espera que le crean, era que muchos de los extraños rostros que había entrevisto en sueños tenían indudablemente los rasgos de la familia Harris. Y todo el tiempo tuvo la sensación personal de ahogo, como si algo de naturaleza penetrante se hubiera esparcido por todo su cuerpo y estuviese tra­tando de adueñarse de sus funciones vitales. Me estremecí al pensar en esos procesos vitales, desgastados por ochen­ta y un años de trabajo continuo, luchando contra fuerzas desconocidas de las que un organismo más joven y ro­busto huiría con temor; pero al cabo de un momento me dije que los sueños sólo son sueños y que aquellas tur­badoras visiones no eran, a lo sumo, más, que la reacción de mi tío a las investigaciones y esperanzas que habían llenado nuestras mentes, con exclusión de cualquier otra idea.

La conversación contribuyó también a disipar mi sensación de rareza, y no tardé en rendirme a los bostezos, con lo cual aproveché mi turno para dormir. Mi tío pa­recía ahora muy despierto y se alegró que le hubiera lle­gado el turno de vigilar, aunque la pesadilla lo había despertado mucho antes de las dos horas de descanso que le correspondían. Pronto me dormí e inmediatamente me vi acosado por sueños de la más inquietante naturaleza. En mis visiones experimenté una soledad cósmica y abismal, que la hostilidad me acosaba desde todos los rincones de alguna prisión en que me hallaba encerrado. Me pare­ció estar atado y amordazado, atormentado por los reso­nantes gritos de multitudes lejanas, sedientas de mi san­gre. Se me presentó el rostro de mi tío con expresión menos placentera que la que tenía cuando lo veía despier­to, y recuerdo mis inútiles tentativas de gritar. No fue un reposo agradable, y por un instante no lamenté el alarido que atravesó las barreras del sueño y me dejó en una penetrante y sorprendida vigilia, en la que cada ob­jeto que tenía a la vista se destacaba con una nitidez y realidad superiores a lo natural.

V.
Había estado echado de espaldas a mi tío, por lo que al despertar bruscamente sólo vi la puerta que daba a la calle, la ventana que quedaba más hacia el Norte y la pared, la parte del suelo y el techo del norte de la habitación, todo ello fotografiado con mórbida inmediatez en mi cerebro y con una luz más brillante que la de los hon­gos o la que llegaba desde la calle. No era una luz intensa, ni mucho menos, ni siquiera suficiente para leer un libro corriente. Pero proyectaba la sombra de mi cuerpo y de la cama sobre el suelo y tenía una fuerza penetrante y amarillenta que sugería las cosas con más fuerza que la misma luminosidad. Percibí esto claramente, aunque dos de mis sentidos estaban violentamente trastornados. Pues resonaba en mis oídos el eco de aquel grito escalofriante, en tanto que asqueaba mi olfato el hedor que llenaba el lugar. Mi mente, tan alerta como mis sentidos, reconoció lo anormal; y casi automáticamente salté de la cama y me volví para coger los instrumentos de destrucción que habíamos dejado instalados sobre la mancha de humedad, delante de la chimenea. Mientras me volvía, temía lo peor, ya que el grito lo había proferido la voz de mi tío e ignoraba contra qué amenaza tendría que defenderle y defenderme. Pero lo que vi fue peor de lo que había imaginado. Hay horrores que son más que horrendos, y aquél era uno de esos núcleos de- horror de las pesadillas que conden­saba todo el espanto que el cosmos reserva para fulminar a unos cuantos seres malditos y desgraciados. De la tierra apestada por los hongos, brotaba una luz vaporosa, amarillenta, malsana y cadavérica que se elevaba hasta tomar una vaga forma gigantesca de incierta silueta humana mi­tad hombre y mitad monstruo, a través de la cual pude ver la campana y el hogar de la chimenea que quedaban detrás. Era todo ojos —lupinos y burlones— y la rugo­sa cabeza como de insecto se desvanecía en lo alto en una tenue neblina que se enroscaba horriblemente y acababa por desaparecer por la chimenea. Digo que vi aquello, pero sólo he conseguido rastrear su abominable tentativa de forma a través del recuerdo consciente. Entonces no tuvo para mí sino el aspecto de una nube en aparente ebullición, ligeramente fosforescente, de repugnante fun­gosidad, que rodeaba y disolvía en horrible plasticidad el único objeto en el cual se concentraba mi atención. Ese objeto era el venerado Elihu Whipple, que con el rostro ennegrecido y las facciones desfiguradas me miraba des­caradamente y murmuraba palabras incomprensibles en tanto que procuraba alcanzarme con unas garras goteantes para despedazarme con la furia que aquel horror le había inculcado.

Tan sólo la rutina me salvó de la locura. Me había preparado para el momento decisivo y este entrenamiento ciego fue lo que me ayudó. Comprendiendo que aquel burbujeante maleficio no era de sustancia vulnerable para la fuerza física o la química, hice caso omiso del lanzallamas que estaba a mi izquierda, conecté la corriente de la válvula catódica y lo enfoqué hacia aquella escena blas­fema lanzando contra ella las más potentes radiaciones de éter que el artificio humano puede extraer del espacio y las corrientes de la naturaleza. Se produjo una neblina azulada y un frenético chisporroteo, y la fosforescencia amarilla perdió luminosidad. Pero me di cuenta de que la pérdida de luz era solamente efecto del contraste y que las ondas del aparato eran absolutamente ineficaces. Entonces, en medio de aquel demoníaco espectáculo, vi un nuevo horror que me lanzó vacilante y tembloroso hacia la puerta no cerrada con llave que se abría a la calle tranquila, sin cuidarme de los anómalos horrores que desataba sobre el mundo, ni lo que los hombres pudieran pensar y juzgar de mi conducta. En aquella mezcla de penumbra azulada y amarillenta, la silueta de mi tío había comenzado una nauseabunda licuefacción cuya esencia re­sulta imposible de describir, y en el curso de la cual se producían en su rostro unos cambios de identidad que sólo la locura puede concebir. Era simultáneamente un demonio y una multitud, un matadero y una procesión. Ilumi­nada por aquella luz híbrida e incierta, la cara de gelatina se trasmutaba y adquiría una docena, una veintena, un centenar de aspectos; y con una mueca fue cayendo al suelo coronando un cuerpo que se derretía como si fuera de sebo y presentando en caricatura las facciones de le­giones de seres que eran y no eran desconocidos.

Vi las facciones de la estirpe de los Harris, varones y mujeres, adultos y niños y otros rostros viejos y jóvenes, bastos y refinados, familiares y desconocidos. Durante un segundo apareció una imitación envilecida de una miniatura de la pobre Rhoby Harris que había visto en el Museo, de la Escuela de Dibujo, y otra vez me pareció ver la huesuda imagen de Mercy Dexter, tal como la recordaba en un cuadro que había en la casa de Carrington Harris. Aquello sobrepasaba en horror todo lo imagina­ble. Hacia el final, cuando una extraña mezcla de faccio­nes de sirvientes y niños pequeños titilaba cerca del suelo sobre el que prosperaban los hongos, tuve la impresión que los distintos rostros luchaban entre sí y procuraban formar unos rasgos semejantes a los del bondadoso ros­tro de mi tío. Me gusta pensar que él existió en aquel momento y que trató de decirme adiós. Creo que de mi seca garganta salió un gemido de despedida en el momen­to en que salía tropezando a la calle; un hilillo de grasa me siguió por la puerta hasta la acera empapada por la lluvia. El resto es sombrío y monstruoso. En la calle mojada no había nadie y no había en todo el mundo una sola persona con la cual me hubiera atrevido a hablar. Anduve sin rumbo, pasé por College Hill y ante el Athenaeum, bajé por Hopkins Street y crucé el puente que lleva a la parte más animada de la ciudad, en donde los elevados edificios parecían protegerme, como las cosas materiales modernas protegen al mundo contra los antiguos y maléficos prodigios. Luego, la aurora gris rompió. húmedamente por el Este, recortando la silueta de la loma ar­caica y los venerables campanarios que sobre ella se alza­ban, atrayéndome al lugar en donde mi terrible tarea estaba sin acabar. Finalmente, mojado, sin sombrero, ofus­cado por la luminosidad de la mañana, entré por la puerta tremenda de Benefit Street que había dejado entreabierta y que todavía se mecía misteriosamente a la vista de la gente madrugadora con la que no me atreví a hablar.

Había desaparecido la grasa, pues el mohoso suelo era poroso. Y delante de la chimenea no quedaba vestigio de la gigantesca forma de salitre doblada sobre sí misma. Vi la cama, las sillas, los instrumentos, mi sombrero abandonado y el de paja amarillenta de mi tío. Me dominaba la incertidumbre y apenas podía recordar lo que era sueño y lo que era realidad. Luego, poco a poco, fue recobrando el sentido y supe que había presenciado cosas más espan­tosas que las que había soñado. Me senté y traté de con­jeturar en la medida en que la razón me lo permitió, qué había acontecido y cómo podría acabar con el horror, si en realidad había existido. No parecía ser algo material, ni etéreo, ni ninguna otra cosa concebible por una mente mortal.’ ¿Qué podía ser, pues, sino alguna emanación exó­tica? ¿Algún vapor vampiresco como el que la gente rús­tica de Exeter dice que flota sobre algunos cementerios? Pensé que aquélla era la clave, y volví a mirar el suelo en donde hongos y salitre habían tomado extrañas formas. Al cabo de diez minutos ya había decidido. Cogiendo mi sombrero, me marché a casa, me bañé, comí y encargué por teléfono un pico, una pala, una máscara antigás y seis garrafones de ácido sulfúrico, todo lo cual deberían entre­garme a la mañana siguiente en la puerta del sótano de la Casa Maldita de Benefit Street. Después traté de dor­mir, pero, al no conseguirlo, pasé, las horas leyendo y componiendo versos anodinos para serenarme.

A las once de la mañana del día siguiente comencé a cavar, Hacía un tiempo soleado, y lo celebré. Seguía solo, ya que por mucho temor que me inspirara el horror desconocido, temía más a la idea de contarle a alguien lo sucedido. Posteriormente le revelé todo a Harris, por pura necesidad y porque él había oído ya algunas antiguas leyendas que podían predisponerle a la credulidad. Al revolver la negra tierra delante de la chimenea, la pala hizo fluir de los blancos hongos un viscoso zumo amarillo, y yo temblé por lo que podría descubrir. Algunos secretos del interior de la tierra no son buenos para el género hu­mano y aquél me parecía uno de ellos. Me temblaban las manos perceptiblemente, pero no por eso dejé de cavar; y al cabo de un rato lo hacía dentro de la gran fosa que había abierto. A medida que el agu­jero se hacia más hondo —tenía ya alrededor de seis pies cuadrados—, el nauseabundo olor aumentaba y no dudé más de mi inminente contacto con la cosa infernal cuyas emanaciones habían embrujado la casa durante más de un siglo y medio. Me pregunté qué aspecto tendría, cua­les serían su forma y sustancia y qué tamaño habría co­brado al cabo de tantos años de alimentarse chupando vidas ajenas. Finalmente, salí del agujero, esparcí la tierra amontonada, y luego dispuse los garrafones de ácido alre­dedor de dos de los bordes, de modo que cuando fuera necesario pudiera vaciarlos todos rápidamente en la fosa. Después de eso eché tierra sobre los otros dos lados ca­vando más lentamente y colocándome la máscara antigás cuando el olor aumentó. Me encontraba casi acobardado por la proximidad de un algo sin nombre que tal vez en­contrara en el fondo de la fosa.

De pronto la pala chocó contra algo más blando que la tierra. Me estremecí y me dispuse a salir del agujero, en el cual estaba ahora hundido hasta el cuello. Pero recobré el valor, y seguí sacando tierra a la luz de la lin­terna eléctrica que había llevado conmigo. La superficie que descubrí era semitraslúcida y vidriosa, una especie de gelatina congelada y semiputrefacta. Seguí quitando tierra y vi que tenía forma. Había una grieta sobre la cual se doblaba parte de aquella sustancia. Lo que quedó a la vista era aproximadamente cilíndrico; algo semejante a un gigantesco tubo de chimenea doblado cuya parte más grue­sa mediría dos pies de diámetro. Excavé un poco más y luego salí bruscamente del agujero para apartarme de tan repugnante hallazgo. Destapé frenéticamente los pe­sados garrafones y vertí el corrosivo contenido uno y otro en aquella fosa sepulcral y sobre aquella increíble anormalidad cuyo gigantesco codo había visto. El cegador torbellino de vapores amarillo-­verdosos que ascendió tempestuosamente de la fosa cuando cayó el torrente de ácido, nunca se borrará de mi memoria. La gente de toda aquella colina habla del «día amarillo», en que unos vapores virulentos y horribles se elevaron desde el montón de residuos vertidos por una fábrica en el río Providence, pero yo sé lo muy equivocados que están en cuanto al origen. También hablan del espantoso rugido que brotó al mismo tiempo de alguna cañería subterránea de gas o de agua, y de nuevo podría corregirles si me atreviera. Fue algo impresionante y no comprendo cómo estoy vivo después de haber pasado por aquella experien­cia. Tras vaciar el cuarto garrafón, que tuve que utilizar cuando las emanaciones habían empezado a filtrarse por la máscara, me desmayé, pero cuando me recuperé, vi que ya no salían más vapores de la fosa. Vacié los otros dos sin ningún resultado concreto, y, al cabo de un rato, me pareció que ya no había peligro en volver a rellenar la fosa. cuando terminé mi tarea empezaba a anochecer, pero el miedo había desaparecido del lugar. La humedad era menos fétida y los extraños hongos se habían marchitado, convirtiéndose en un polvo grisáceo que se esparcía como ceniza por el suelo. Uno de los terrores más ocultos de la tierra había desaparecido para siempre, y si hay infierno, al fin había ido a parar a él el alma diabólica de un ser maldito. Cuando apisoné la última paletada de tierra mohosa, derramé la primera lágrima de las muchas que he vertido en sincero homenaje a la memoria de mi querido tío.

A la primavera siguiente ya no brotó una hierba páli­da, ni creció cizaña de desconocida especie, en el jardín escalonado de la Casa Maldita, y poco después Carrington Harris alquiló su propiedad. Todavía tiene un aspecto fantasmal pero su peculiaridad me subyuga y sentiré ali­vio, mezclado con una pena extraña, cuando la derriben para convertirla en un vulgar edificio de apartamentos o en una deslucida tienda. Los estériles árboles del jardín han comenzado a dar unas manzanitas dulces, y el año pasado anidaron los pájaros en sus nudosas ramas.

Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)

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