La vampiro española.
The spanish vampire, E. Hoffman Price (1898-1988)
The spanish vampire, E. Hoffman Price (1898-1988)
La tarea de encerar el «Packard» del profesor Rodman representaba un ingreso de ocho dólares más para el jefe, y una noche sin sueño para mí. ¡Ah! Y no disponer de una oportunidad para estudiar McKelvey on Evidence, con vistas a la primera clase de la mañana. Pero cuando vi al juez Mottley acercarse a la gasolinera a bordo de su gran «autobús» negro, dejé caer la bayeta que normalmente utilizaba para sacar brillo y recurrí a mi mejor sonrisa «Green Gold». Es la que el jefe de ventas nos hace utilizar cuando suministramos a un cliente algo que no necesita para nada. «Green Gold» hace sonreír a su motor. Suaviza los elementos que se mueven, elimina las fricciones bruscas.
-Buenas noches, juez...
Pero Mottley ya no era juez. Había dejado este cargo tan pronto se familiarizó con las leyes lo suficiente para poder poner un bufete particular. Era un individuo metódico, de mandíbula cuadrada, hallándose en posesión de una de esas miradas que suscitan un gran nerviosismo en la persona observada. A él no se le podía ir con la vulgar pregunta: «¿Lleno?» Eché rápidamente un vistazo al aparato indicador del depósito y le pregunté:
-¿Unos veintidós galones, señor?
Mi espíritu de trabajo, mi energía, la perseverancia de que hacía gala, en mi empeño de abrirme camino en la escuela de leyes, me había hecho ganar el aprecio del juez. Necesitaba un poco de protección, como cualquiera podrá ver más adelante.
-No necesito gasolina. Ni siquiera tengo necesidad de una sonrisa «Green Gold» -contestó el hombre-. La verdad es que lo único que necesito ahora son unos minutos de su valioso tiempo, señor Binns.
El señor Binns soy yo... Me encontraba demasiado desconcertado para acertar a borrar de mi rostro la sonrisa «Green Gold», para empezar a limpiar el parabrisas. Respondí:
-¡Oh...! ¡Hum! ¡Oh!
El juez procedió a aclararse la garganta.
-Me he parado aquí para notificarle que no será usted ya empleado de la firma «Mottley, Bemis y Burton». Ni siquiera en el caso de que en sus exámenes finales alcance las notas más altas.
Se ajustó las gafas, añadiendo:
-Este asunto tiene que ver con los alborotos estudiantiles. Tuve ocasión de verle derribando la taquilla del Campus Theatre. Nunca daré empleo a quien atenta contra la Ley. Buenas noches, señor Binns.
Antes de que pudiera explicarle que el alboroto no era realmente un alboroto, sino sólo una expresión del boicot contra el Campus Theatre, cuya dirección se empeñaba en no conceder precios especiales a los estudiantes, el juez aceleraba el coche para separarse lo antes posible de mí. ¿Por qué aquel ensañamiento conmigo? La chica que expendía los billetes no se hallaba dentro del quiosco cuando yo empujaba para que diese la vuelta. Y fueron realmente los de dentro quienes hicieron todo el daño. Reventaron unas cuarenta butacas y arrancaron las cortinas de sus varillas antes de que llegara la policía. Pero el juez Mottley, fatalmente, tenía que verme a mí...
Colgué la manguera de la gasolina, que hasta aquel instante había tenido en las manos. Resulta duro perder un empleo que todavía no ha llegado a conseguirse. Luego, mi jefe salió de la oficina hecho un basilisco.
-¡Juez! -aull. ¡Juez Mottley!
Pero Mottley ya no podía oírle. El señor Hill se encaró conmigo.
-Eric: como insultes a otro cliente... Puedes tener la seguridad de que te despediría ahora mismo si no fuese por el «Packard» del profesor... ¡Vamos! ¡Ponte en marcha y déjalo bien brillante!
Me puse en marcha y él tornó a encerrarse en el despacho, dando un portazo. El juez Mottley le había sacado de un profundo sueño y esto le ponía siempre de mal humor. Quizá me despidiera, pero si procedía así, se delataría como un embustero. Yo me alojaba en su casa y sólo porque había firmado un certificado declarando que yo era un sobrino distante. Ocurre que hoy en día los estudiantes no pueden vivir fuera del «campus», a menos que se alojen con parientes. Nadie parece maravillarse ante el extraordinario número de dependientes de establecimientos, camioneros y otros hombres de oficio por el estilo que se encuentran en mis circunstancias. Pero las cosas están así. Los únicos que no tienen aficionados al estudio en sus familias son los chicos que poseen las destilerías de ginebra de Palo Verde Este. He aquí otra cosa chocante. El licor no puede ser vendido fuera de los límites de Palo Verde, de manera que todo aquel que desea echar un trago ha de hacer un recorrido de tres kilómetros para conseguir su propósito. La ley... ¡Al infierno!, pensé. Si un tipo carece de buenas relaciones, lo más probable es que se muera de hambre una vez se gradúe. Un licenciado en Derecho puede conseguirse por un poco de jamón rociado con cerveza en el estado de California, que es una tira de mil setecientos kilómetros de maravilloso clima, y nada más.
Inclinado sobre aquel capó, sentí que el cuerpo se me cubría de sudor. Cuando llegué a las puertas, andaba necesitado de un descanso. Además, tenía que estudiar el McKelvey. Mi turno era desde las cuatro hasta las doce de la noche. Me instalé en el asiento posterior del coche del profesor, encendí la luz superior -podía ser que tuviera que recargarle la batería, más tarde-, y abrí el libro. ¡Al diablo, las leyes! Quizás hubiera debido escoger la carrera de Medicina. El profesor Rodman era catedrático de bioquímica o algo por el estilo. Andaba trabajando en una alocada teoría que apuntaba a la elaboración de sangre sintética, para su uso en las transfusiones. Una gran idea, si podía ser llevada a la práctica. Vivía por y para la sangre. Pero poseía dos «Packard». Quizá no se hallara tan absorbido por sus estudios como parecía. Estaba yo demasiado preocupado para poder concentrarme en el estudio. Empecé a registrar la cartera de mano que el profesor dejara en el asiento de atrás. Más sangre: cómo crear glóbulos rojos en la anemia perniciosa; cómo fortificar a los doñantes de sangre, con objeto de que pudiera sacárseles un cuarto de hora cada día, sin que resultase perjudicada su salud... Aquí había algo, algo bueno, si todo salía bien.
Finalmente, comprendí que lo mejor que podía hacer era acabar de sacarle brillo al coche, para que el profesor se lo llevara por la mañana. Puse el vapor y redondeé el trabajo. El jefe se había ido a casa, de manera que me dije: «¿Para qué diablos tener esto abierto hasta la medianoche?» Cerré la gasolinera y eché a andar a campo través. El señor Hill vivía a unos tres kilómetros de distancia, en unas laderas cubiertas de vegetación. No quería volver a casa. Me detuve en un estrecho sendero que arrancaba de la carretera principal. Más allá, había una arboleda y un pequeño claro. Vi el ángulo de una antigua cerca. Muy a menudo, me había llamado la atención aquel lugar y ahora me entraban deseos de plantarme en lo alto de la valla, jugando a los espantapájaros. El sitio favorecía, además, mis ansias de meditación. Tenía muchos motivos para entregarme a la reflexión, especialmente después de haberme hecho el juez Mottley aquella trastada... Elevábase la luna en el firmamento. El chaparral rozaba mis tobillos; las hojas de los robles acariciaban mi rostro. Hay mucha gente que no es capaz de resistir eso mucho tiempo, pero yo. al igual que determinadas personas, me considero inmune.
La cerca se hallaba en muy mal estado. Luego, vi la lápida. Era larga y estrecha, muy lisa, y, cosa extraña, no habían crecido muchos hierbajos a su alrededor. Me detuve, dejando correr mi imaginación: «Iré en un buque "tramp" a Suva, Samar o Cebú. Me convertiré en un plantador más. Instalaré mi vivienda bajo un cocotero. Y la escuela, ¡al infierno!»
Me quedé muy sorprendido al oir decir a una muchacha:
-¿Piensa usted permanecer sentado ahí durante toda la noche sin dirigirme la palabra?
Su inglés tenía acento español. Lo mismo pasaba con su faz y sus cabellos. No sé qué fue lo que me sorprendió más, si su presencia allí o su belleza. Por el hecho de no ser un experto en prendas femeninas no me fijé en muchos detalles de su atuendo. Lo único que vi fue que su vestido se extendía desde la barbilla hasta los tobillos. Aquello era una especie de túnica... Bueno, uno nunca podía adivinar lo que llevarían las condiscípulas en la temporada siguiente. Se cuelgan todo lo que sea.
-¡Oh! Perdone... No la oí entrar.
-Es difícil que a mí me oigan -manifestó ella-. El caso es que usted se sentó a la puerta de mi vivienda, como si hubiese sido algo suyo. Me resulta muy agradable conocerle, sin embargo.
Tenía unos ojos en los que se podía leer. Llevaba los cabellos recogidos hacia arriba. Un chal de encaje blanco cubría sus hombros.
-El placer es mutuo -admití-. Ahora, eso de la puerta de su vivienda no he podido comprenderlo.
Ella señaló la lápida en la que yo me sentara. La piedra tendría algo más de setenta centímetros de anchura por un metro ochenta centímetros de longitud. Una segunda mirada a aquélla me dejó intrigado. No había visto las letras labradas allí, en un extremo. «Aquí yace Doña Catalina...» Yo había estado sentado en una tumba que databa de la época de la ocupación española.
-Espere un momento -contesté, recuperándome de la sorpresa rápidamente-. No bromee. Si usted es una sonámbula, yo me ofrezco para devolverla a su casa.
Ella debió de tomarme por un estúpido.
-Soy una sonámbula. Vivo aquí y usted se había sentado a la puerta de mi vivienda. Me llamo Catalina María Pérez y Villamediana. -Mi interlocutora, agregó-: Soy una mujer-vampiro.
Dijo esto último con un gesto de tristeza.
-¿Ah, sí? -Tras esta lacónica réplica, la cogí de la mano, que estaba bastante fría, cosa que no hubiera debido ser, dadas las costumbres de la chica-. Hablemos de eso.
-Usted es muy amable. La mayor parte de la gente grita y echa a correr al verme. Ya en 1827 se dio el caso de un pobre diablo que corrió y corrió hasta caerse muerto. ¡Cielos! ¿Qué culpa tengo yo de ser una mujer-vampiro?
-Escuche, querida -le contesté-. No se llame a sí misma mujer-vampiro. Yo me doy cuenta de que está usted muy bien y de que luce una túnica muy elegante. Hay mejores palabras para describirla aún.
-Esto es una mortaja, no una túnica -manifestó ella, suspirando-. ¡Cuánto me gustaría disponer de bonitas ropas!
Esto último era tranquilizante. Absolutamente normal, después de todo. Reaccionaba en este sentido como la esposa del señor Hill, sólo que mi interlocutora tenía mejor aspecto. Di de lado aquella ocurrencia y proseguí hablando:
-Mire: por la época en que usted nació, aproximadamente, se dejó de hablar para siempre de los vampiros. Son historias de otro tiempo...
Ella hizo un gesto especial, pasándose una mano por los cabellos.
-Pero.. es que yo soy de veras, como le he dicho, una vampiro. Suelo abandonar mi tumba. Habitualmente, esto sucede hacia la medianoche. No me gusta insistir, sin embargo. Temo que acabe por odiarme.
-Sí, ya sé... Usted va de un lado para otro, bebiéndose la sangre de la gente; tiene que estar de regreso antes de que salga el sol y no puede cruzar ninguna corriente de agua...
-¡Oh! -La joven sonrió, dejando caer ambos brazos sobre mis hombros-. ¡Querido! Tú me comprendes.
Cuando una mujer como Catalina le besa a uno ardientemente en la boca, sin interesarse primeramente si uno posee un coche y/o una botella a mano, hay motivos para sentirse triunfante. Desde luego, aquello de vivir en una tumba resultaba algo extraordinario; era algo capaz de hacer que un estudiante de leyes se volviera introspectivo. Por otro lado, ella había nacido en 1793, fecha que realmente proporcionaba un amplio margen. Finalmente, Catalina me soltó, acariciándose los cabellos.
-Lo siento mucho, pero he de comer algo.
Antes o después, todas vienen a parar a lo mismo. En los bolsillos de mis pantalones de vaquero sólo habían unos cuantos chelines y peniques.
-Bueno, ¿te apetece una hamburguesa en el Greek's?
Ella movió la cabeza, denegando.
-¿Tú no sabes, querido, que yo sólo bebo sangre?
-¡Oh, bien! -La cogí de una mano, apartándonos de la tumba-. Vamos a ver qué es lo que encontramos por ahí.
Lo hice para ver si se le pasaba aquella obsesión. Habían aparecido unas nubes en el firmamento, tras las cuales se perdió la luna. Ella tomó la iniciativa y la seguí hasta la carretera. Después, se lanzó por un atajo. A mí, esta carrera sobre el campo y entre espesuras de árboles me dejó sin aliento. Catalina poseía una habilidad especial para salvar el obstáculo frecuente de los alambres de espino, una habilidad de la que yo carecía, de lo cual era buena prueba el estado en que se encontraban a estas alturas mis pantalones. Ladró un perro. Escuché el ruido metálico de su cadena. «Diablos», pensé. «Si alguien me descubre en compañía de esta muñeca es posible que me vea en un aprieto.» Catalina se encaminaba ahora a una casita que había al otro lado de un camino. Me sentí un poco intimidado. Si ella vivía allí y su viejo la oía entrar, a la par que a mí, se plantearía una situación un tanto embarazosa. Palo Verde es una ciudad llena de personas con una mentalidad de vía estrecha. Se colocó ante la puerta posterior y entró en la casa sin hacer el menor ruido. Al cabo de un minuto, noté que se movía una cortina. Catalina se asomó. Yo esperaba que me hiciese una seña. Estaba dispuesto a lo que fuera ya. Una cosa son las lápidas sepulcrales y otra muy distinta los «boudoirs» en regla. Pero no me pidió que entrara. Todo lo contrario. Su gesto quería decir: «Espérame ahí querido. Volveré en seguida.»
¿Iba a cambiarse de ropa, quizás? ¡Oh! Me parecía bien.
Alguien, dentro de la casa, se movía, inquieto. Oí la voz de un niño... Fue como si hubiera estado durmiendo, despertándose de pronto para echarse a llorar, pensándoselo mejor luego y optando por callar. Oíase un murmullo apagado, si bien las luces no estaban encendidas. Convidaba al sueño. Mis párpados se cerraban; los dedos en contacto con la cerca se relajaban...
De pronto, experimenté un sobresalto. Era Catalina. Salió de la casa para dirigirse hacia donde yo la esperaba. Me cogió de la mano, igual que si hubiese sido un objeto de su pertenencia. Empezamos a cruzar de nuevo campos y espesuras de árboles. No se había cambiado de vestido. Catalina susurraba unas frases en español. Con el inglés no acertaba del todo a expresar sus pensamientos. Le divertía haber dado con alguien que no profería gritos al verla, antes de echar a correr. Sus manos eran cálidas ahora, lo mismo que sus labios. De vuelta a la lápida sepulcral, me contó la historia de su vida. Ésta demostraba que era cien por ciento mujer. Al parecer; había enfermado hasta morir, a consecuencia de la desaparición de un novio que un gringo rufián había despedazado. Catalina se echó a reír cuando le pregunté qué probabilidades se me ofrecían de verla transformarse en un lobo.
-¡Oh, qué ocurrencias tan graciosas tienes! Una mujer-vampiro es siempre una mujer-vampiro. Un ser que se transforma en lobo es algo completamente distinto.
Yo estaba haciendo algunas consideraciones ahora. Me parecía verla con más sustancia corpórea desde aquel extraño viaje al «bungalow». Por Palo Verde había habido como una epidemia de anemia perniciosa. Las carnicerías se quedaban sin hígados a las nueve de cada mañana, y a sesenta centavos la libra las clases trabajadoras no podían adquirirla. Comencé a ver con otros ojos los frenéticos afanes del profesor Rodman por hacerse de sangre sintética para las transfusiones. Esto me puso en situación. Los vampiros son inmovilizados mediante una estaca de madera que les atraviesa el corazón. Así yacen en sus tumbas. Un jurista en perspectiva había de ser imparcial, como el juez que colgó a su propio hijo, es decir, que le condenó a la horca. Estoy aludiendo a los ideales profesionales. Pero Catalina estaba viva, en cierto modo, y aunque yo me viese autorizado oficialmente un día para trabajar con la ley, tendrían que darse muchas enmiendas constitucionales antes de que pudiera ser juez, jurado y ejecutor. De todos modos, a mí me gustaba mucho ella. Cabía la posibilidad, quizás, de que lograra hacerla cambiar de costumbres.
-Querida: tú constituyes una devastadora amenaza al concentrar tu atención en los niños -dije finalmente-. ¿Por qué no prefieres a los mayores?
Al mirarme, vi que sus ojos se habían llenado de lágrimas.
-Los mayores tienen el hábito de beber ginebra, de fumar asquerosos cigarrillos. Mi estómago -manifestó, llevándose una mano al sitio indicado- no es muy fuerte.
Llevaba ya tanto tiempo sin fumar ya que ni siquiera me acordaba del sabor del tabaco. Estaba haciendo economías a fin de poder pagar la multa impuesta por el alboroto del teatro. Aquella actitud apesadumbrada de Catalina me conmovió. Necesitaba disponer de sangre joven. Dada la forma de vivir de las gentes en este año de gracia, no se podía paladear ya, precisamente. Por último, di con la respuesta.
-Mira, nena: voy a salvarte a ti y a los niños de Palo Verde. -Con un gesto dramático, le mostré la garganta-: ¡Bebe!
Ella retrocedió lentamente.
-No puede ser. Yo te amo, ¿no comprendes? Morirías, y tú te has mostrado muy atento. No echaste a correr ni empezaste a gritar. ¿Has vivido tú acaso ciento veintinueve años sin amigos?
-Ya han sido bastante malos los últimos cuatro años, a lo largo de los cuales he asistido a la escuela de leyes asiduamente, manteniéndome siempre a la cuarta pregunta, sin un chavo -respondí. Le estaba diciendo la verdad-. Pero escucha esto: el profesor Rodman intenta inventar un tónico que produce sangre. Me procuraré un frasco. De este modo, saldremos bien parados todos los que tenemos que ver con este asunto.
Estas palabras mías la dejaron muy intrigada. Me resultaba muy difícil darle una explicación. En primer lugar, porque yo empezaba por no comprender los detalles; en segundo término, porque las mujeres tienen el cerebro bastante duro para las cosas científicas. Catalina optó por decir, con lo que le conté, que lo veía todo con mucha claridad.
-Te veo tan seguro... -añadió, ansiosa y vacilante a un tiempo.
Los dientes de Catalina eran más blancos que los de las modelos. Por un segundo, me sentí receloso, y ella adivinó lo que pensaba.
-No te dolerá -susurró-. En realidad, no llego a morder. Me limito a beber, con los labios y la lengua.
-Sí, vamos. Se trata de una especie de beso supercargado, ¿no?
-¡Querido: tú lo comprendes todo!
En consecuencia, acabé por aflojarme el nudo de la corbata (un poco manchada de huevo, precisamente). Catalina exteriorizó unos sonidos que denotaban su contento, algo así como un adormecedor susurro. Al cabo de unos instantes me abandonaron la confusión y las náuseas. Nunca había sido rozado el cuello de un hombre por unos cabellos más suaves... ¡Diablos! Los donantes profesionales no pierden nunca nada por el hecho de ceder su sangre...
-No debo mostrarme glotona -dijo ella, finalmente.
No sé por qué, Catalina ganó otro poco más ahora de sustancia corpórea. De no haber sido una perfecta dama, le habría propinado un cachete en las nalgas, sólo para comprobar cómo sonaban. Me sentía mareado, desde luego, pero aquello era más agradable de lo que podía figurarme. Algo había prosperado desde la escena de la lápida. Cuando el aire tenía ya el perfume del amanecer, ella se agitó, diciéndome:
-Es hora de que me vuelva a casa. El sol no tardará ya en salir, ¿verdad?
De pronto, hizo un gesto.
-¡Fíjate en eso! ¡Allí!
Volví la cabeza hacia donde me acababa de indicar. No distinguí nada. Catalina había desaparecido. En la tumba se hundía una espiral de niebla blanquecina. No me sentí muy a gusto entonces. En realidad, vivía bajo la losa. Sería estupendo, pensé, que el tónico generador de sangre del profesor Rodman no diera ningún resultado. Este tema me suministró otros, que sometí a detenida reflexión mientras, cansado, me encaminaba a casa. El sol salió antes de que yo llegara a la misma. El jefe había sacado su vehículo del garaje y estaba ejecutando un solo de saxofón con el acelerador, a fin de calentar rápidamente el motor. Él usa lubrificante «Green Gold». Se figura que así no puede echar a perder el motor, por muy frío que esté. Al verme, sacó la cabeza por la ventanilla del coche, gritando:
-No es raro que te haya cogido durmiendo más de una vez en el cuarto de las baterías. Si no consigues que el juez vuelva por la gasolinera, te despediré.
El señor Hill no bromeaba. La cuenta que el juez tenía en la gasolinera daba prestigio al negocio. Yo no podía dedicarme exclusivamente a proporcionar satisfacciones a las mujeres-vampiro. Tenía que pensar en otras cosas, forzosamente. La señora Hill saboreaba su cigarrillo de la mañana cuando entré en la cocina. Habíala juzgado ya tiempo atrás como una mujer de excelente aspecto. Pero ahora todas las rubias parecen un tanto artificiales.
-Has madrugado mucho hoy, Eric -comentó.
Me dirigió una mirada irónica.
-Sí. Y me siento con bastante hambre para empezar el día -contesté, sentándome a la mesa.
Advertí algo raro en su actitud. Ella no volvió a hablar. Deduje que levantarse a medianoche para preparar el desayuno de su marido era un trabajo rudo. Rudo resultó también el trabajo aquel día en la escuela. La mayor parte del tiempo me la pasé sin saber de qué se hablaba en las aulas. A causa de mi excursión con la sonámbula, me estaba fijando más que nunca en mis condiscípulas. Buscaba a la que me dejara extenuado la noche anterior. No obstante, conseguí sobrevivir a aquella jornada. Cuatro tazones de chile bajo mi cinturón, me prepararon bastante bien para mi jornada nocturna en la gasolinera. Se hallaba ésta emplazada en El Camino Real, en la carretera que va desde San Francisco a San Diego. Los buenos padres solían trasladarse de una misión a otra a pie. Me dio risa, al imaginar lo que ellos habrían pensado de Catalina. Esa idea me llevó a dar un rodeo. Disponía de tiempo de sobra, así que me encaminé a la espesura familiar. A la luz del día, aquél me pareció un sitio inexpresivo y solitario. No podía entretenerme, sin embargo, con sentimentalismos. Cogí uno de los palos de la cerca, utilizándolo como palanca en la losa. No me costó mucho trabajo desplazarla. No era necesario cavar. La cripta sepulcral estaba formada por piedras cuadradas. En el fondo, descubrí un féretro de construcción casera, con asas de plata pintadas. Al igual que la placa de la tapa, debían de haber sido trabajadas por un herrero.
Me introduje en la abertura. Había espacio suficiente para que pudiera poner los pies, sin tener que montarme en el féretro. Levanté la porción posterior y por poco la dejé caer de golpe. Catalina no me había engañado. Estaba tendida allí, con los ojos cerrados. Las manos se hallaban cruzadas sobre su pecho. Su piel era de un tono oliva transparente, con un toque rosado.
-¡Sal de aquí! ¡Te encontré!
Ella no contestó. Flotaba en sus labios una leve sonrisa, que impedía que cerrara los mismos con fuerza. Ningún sepulturero había visto jamás un cadáver semejante. Sus uñas eran rosadas y largas. No había la meror huella de arañazos en sus menudos pies, ni una mota de polvo. Eso fue lo que me hizo abatir la tapa a toda prisa. Salí de la tumba, dedicando unos minutos a la tarea de colocar la lápida en su sitio. Una cosa es hablar con una muchacha de lo cómoda que pudiera sentirse en su féretro y otra muy distinta es verla en él... Me recobré de aquella emoción al incorporarme al trabajo. El señor Hill me miró como si estuviese echando algo de menos. Le dije:
-Espere y verá cómo le vendo al juez Mottley una lata de «Green Gold».
-Será lo mejor que puedas hacer, muchacho –gruñó mi jefe-. Voy a darte otra oportunidad. No puedo despedirte hoy porque la señora Hill y yo queremos ir al cine.
Cuando cerré la gasolinera, dejando en condiciones las mangueras del agua y del aire, para que no nos las robaran, llevé a cabo el siguiente intento de reforma de la dieta de Catalina. Después de hacer los honores a otro tazón de chile, pedí a Mike que me preparara algo, en un paquete, para llevármelo. Catalina estaba sentada en la tumba, esperándome.
-
Todo mundo se asusta al verme, menos tú –me dijo, con una encantadora sonrisa-. Ahora cenaremos, ¿verdad?
Me besó. Hizo un trabajo de esta caricia.
-Lo que tú quieras. Pero a mí me parece que podrías abandonar gradualmente tu dieta de sangre. Estuve en el bar y Mike me preparó cierta cantidad de chile para ti.
-¡Oh! -Catalina se apartó de mí, dirigiéndome una mirada cargada de reproches-. ¿Has comido chile? ¿Con ajo?
-¿Qué ocurre? -Me dejó desconcertado su actitud-. Siempre me figuré que los antiguos californianos sintieron una gran debilidad por este alimento. Bueno, de todos modos traje también unas golosinas. Éstas te quitarán todo olor de tu aliento. El jefe las tiene siempre en la gasolinera, a fin de evitar que su mujer se entere de que se ha tomado demasiados «golpes» de ginebra al cabo de la jornada.
-Pero... ¿es que no lo sabes? Los vampiros no pueden oler el ajo. Es puro veneno para ellos. He ahí el peligro... Por este motivo, me veo obligada a hacer una selección muy escrupulosa de la gente. Bien... -Ella se encogió de hombros. Yo no estaba en condiciones de servirle-. Tenemos que volver allí.
Me señaló el sitio que visitáramos de noche.
Intenté seguir siendo fiel a mi propósito.
-Supongamos que tú te vas sola esta noche, mientras yo dedico estos minutos a la elaboración de ciertos planes. Andas necesitada de algunos vestidos bonitos. De esta manera, quienes te vean cesarán de lanzar exclamaciones de asombro antes de emprender veloz carrera.
Esto me dio resultado. Ya lo sabía que había de ser así. Para estar a la altura de las circunstancias, Catalina declaró que prescindiría de la cena aquella noche. Hubiera sido capaz de ir a la huelga de hambre por mí. Finalmente, nos pusimos de acuerdo: realizaríamos una incursión en el laboratorio del protesor Rodman. A Catalina se le daban bien las cerraduras, como ya he dado a entender previamente. Al regreso, quiso que me sentara a su lado mientras ella me refería chismes acerca de los Ortega, quienes habían sido vecinos suyos en 1809, pero yo tenía que dedicar algunas horas al sueño y deseaba también reflexionar. Solemnemente, me prometió dar de lado aquella manía de beber sangre. Transcurrieron varios días antes de que se me quitara del aliento el olor a ajo. Catalina, decididamente, había mejorado mucho de aspecto. Entretanto, yo me bebí la mayor parte de la mezcla del profesor Rodman. También me las arreglé para que el juez Mottley volviera por nuestros lares. Los periódicos de Palo Verde dieron a conocer al público la sorprendente recuperación de varios pacientes aquejados de anemia perniciosa. Bajo el revolucionailo tratamiento del profesor -aplicado por un médico de la localidad- se estaba efectuando una cura. Tal era la noticia, pero esto significaba que era mi labor misionera y no el tónico lo que estaba dando resultado. Todo parecía indicar que un tal Eric Binns había dado en el blanco. La única solución era consumir de dos a tres libras de hígado por día y mantener a Catalina a base de una dieta reducida. Era preciso optar por eso o por ir afilando una buena estaca.
Me deslicé hasta la tumba una tarde para darle aplicación a la estaca. Pero la vi demasiado bonita, tendida en su féretro. Mujer-vampiro o no, mi propósito constituía casi un asesinato. Por otro lado, yo no estaba aquejado de anemia, todavía. Mi siguiente movimiento fue apoderarme de un vestido largo de la señora Hill, aquél que se quedara a prueba, usándolo, y que por el hecho de tener una quemadura de cigarrillo no pudo devolver al día siguiente de la reunión. Era un tono de rojo que le caía rematadamente mal, pero que a Catalina, con su arquitectura de la primera época española y su color, le sentaría a las mil maravillas. Yo estaba planeando una compleja treta que únicamente la mente de un hombre de leyes podría comprender. Se celebraba una de esas reuniones cuyo fin es conseguir fondos para los desheredados de la fortuna de Palo Verde. Asistiría a ella la gente refinada y los miembros de las organizaciones cívicas en masse. Daban un baile... Creo que se dice así. El juez Mottley estaría allí. Y también la señora Mottley. Catalina y yo figuraríamos entre los presentes. Los Hill no irían. Ella no tenía nada que ponerse y él no podía gastarse diez dólares, que era lo que valía la entrada. Tampoco podía yo... Sin embargo, piensen ustedes en lo que hizo Aníbal en los Alpes.
Catalina se quedó impresionada cuando vio el vestido rojo y los zapatos plateados. Sus cabellos no se despeinaban nunca, ni necesitaba maquillarse. Es una de las ventajas de que disfruta una mujer-vampiro. Yo me estaba aficionando a ella. Era una damita muy. dulce, de excelente corazón. Mostrábase tolerante con respecto a mis planes sobre su futuro, por si el reproductor de sangre del profesor no funcionaba debidamente.
-Escúchame, querida -le expuse-: la organización humana es de lo más versátil que puede encontrarse en la tierra. Particularmente, en lo concerniente a la dieta...
Estábamos sentados en la lápida cuando empecé mi discurso. Como si Catalina no hubiera tenido ya bastante con vestirse para el baile.
-Verás... Yo estoy soportando esas transfusiones de sangre muy bien. Y he aquí cómo tú puedes cambiar gradualmente...
La cosa era muy sencilla. No había más que fijarse en los hindúes, que prácticamente sólo comen almidón; millones de chinos proceden igual. Tenemos también el ejemplo de los esquimales: una dieta de grasa la suya, al cien por ciento. ¿Por qué Catalina no iba a poder pasarse, poco a poco, a la sangre de buey, a la de pollo o a la de cualquier otro animal? Terminaría, seguramente, por alimentarse con cubitos de caldo. Incluso en el caso de que el tónico del profesor Rodman no diera resultado, yo me sentía algo menos que una hors d'oeuvre humana. Otra cosa: había echado de menos su frasco, y la policía llevaba a cabo investigaciones. No sabía cuándo podríamos robar otro más. Catalina se mostraba razonable con todo, revelándose como una persona de mentalidad muy abierta. Estaba emocionada y contenta cuando echamos a andar, para asistir al baile. A veces, tenía que cogerla en brazos para que no les pasara nada a sus preciosos zapatos. Me susurró al oído, en determinado momento:
-Cuando seas un abogado famoso, querido, nos llevaremos el féretro a nuestra casa, ¿verdad?
A medida que me fui acostumbrando a ella, sospeché que nunca había estado muerta. Por el hecho de ocupar un féretro, uno no es forzosamente un cadáver. Es posible que el profesor Rodman, gracias a su sabiduría en cuestiones de bio-quimica pudiera haber explicado estas cosas. Pero había habido demasiada publicidad por en medio y yo no me atrevía a abordarle con tal cuestión.
Tomamos un taxi en la S. P. Station. Le dije al señor Hill que necesitaba tener la noche libre, a fin de ponerme a bien con el juez Mottley, demostrándole así hasta qué punto me interesaba por su negocio.
El Centro Cívico es un viejo edificio, en no muy buen estado, cubierto de rojas tejas y con arcadas alrededor del patio. Por el hecho de datar de la época española, a Catalina le resultó intimidante. En el centro del patio había una fuente. Unos globos de vidrio de diversos colores producían una luz muy tenue, muy suave, como la de la luna. El juez Mottley se quedó particularmente impresionado al ver a Catalina. Se olvidó por completo de su esposa y otras mujeres como ella, tocándome en el hombro en el preciso instante en que yo le cortaba el paso a un mozo alto y bien parecido, orientando a mi acompañante hacia el patio. Las mujeres estaban haciendo censurables comentarios sobre su atuendo y ni siquiera una vampiro puede soportar eso. No me sorprendió el juez con su actitud. Había estado observándonos a lo largo de toda la velada.
-¡Oh, señor Binns! Es una grata sorpresa verle a usted por aquí.
-Espíritu cívico, señor –repuse, simplemente.
Entonces, le presenté a Catalina.
Cuando ella fijó sus espléndidos ojos en él, hizo una seña a un camarero que estaba distribuyendo vasos de «punch». Luego, cambió de opinión, pidiéndonos que le acompañáramos al club de campo, a fin de saborear un buen whisky. Catalina manifestó que nunca bebía nada y que no fumaba, pero que el paseo en coche era de su agrado. Él era demasiado astuto para intentar darme de lado. Eso ya vendría más tarde. Entretanto, se mostró muy impresionado por un tipo que tenía una hija que no hacía gargarismos con el pulimento para muebles. Empecé a sentirme como la persona ideal para encajar en la firma Mottley, Bemis & Burton. Fueron aquellas unas horas memorables, pese a la obligación final de reintegrarse al baile. Mientras el juez me explicaba lo mucho que le gustaba el «Green Gold», el joven alto y bien parecido se llevó a Catalina. Cuando logré desembarazarme del juez, me puse a buscarla, sin lograr dar con ella. Estuve así un buen rato. Me sentía preocupado. ¿Y si había vuelto a las andadas y estaba saboreando un ligero «lunch»? ¿Y si su víctima lanzaba algún gemido o hablaba más tarde? Mientras miraba por todas partes, el cuerpo fue cubriéndoseme de sudor.
Un joven alto y bien parecido... Cuando no se es una cosa ni otra, uno es sensible a tales cualidades. Al localizarlos en un coche aparcado me sentí aliviado e irritado al mismo tiempo. Aliviado porque ella no estaba bebiendo sangre; irritado, porque aquel sujeto la besaba hasta dejarla sin respiración, y a ella parecía gustarle la cosa. Le gustaba... ¡Y lucía un vestido rojo que se lo había proporcionado yo! Habíase pasado ciento veintinueve años dentro de una mortaja y ahora me engañaba, a mí, que la había lanzado al torbellino social. Él se apeó del coche nada más tocar yo éste con los nudillos. No hice más que medirle con la vista y lo dejé aplanado. No era el momento más indicado aquél para cortesías. Además, si yo le hubiese facilitado una oportunidad, ¿qué habría sido de la mía? Varios de los coches aparcados se pusieron en marcha en aquel instante, pero algunos de los presentes salieron al patio para contemplar el espectáculo. Giré en redondo para armarle la escandalera a Catalina. Ésta irguió el cuerpo, enseñándome las uñas.
-¡Vete! Mi pobre Johnnie...
Se arrodilló junto al grandullón, tumbado en el suelo, empezando a llorar. Tuve que largarme de allí cuanto antes. No quería que el juez se enterara de que había quebrantado la ley de nuevo. Ser autor de una agresión y del consiguiente escándalo en el Centro Cívico era como hallarse aquejado de lepra. De manera que nada más ver al primer tipo guapo, ella me dejaba en ridículo... Esto me indignaba. Estaba bien claro que el juez Mottley se situaría de nuevo en la acera de enfrente. Comprendiendo que aquella velada únicamente podía contener más amarguras para mí, me trasladé a toda prisa a Palo Verde Este, comenzando a trasegar ginebra. Al cabo de ocho vasos, vi la paradoja de todo aquello. Catalina se hallaba tan habituada que al verla no gritara ni echara a correr que daría de lado toda cautela con Johnnie. Muy chocante, ¿eh?
Positivamente, atroz. Nunca se me ocurrió pensar en lo que ocurriría si ella no lo asustaba. Debía de estar bebido cuando entré en el siguiente local. Lo estaba de todas maneras, con seguridad, al salir de él cantando: «Yo amo a una chica...» También me hallaba hambriento. Me trasladé a la cafetería de Mike, quien me sirvió todo el chile de que disponía en aquel momento. Iba a preparar alguno más, así que arrebañé la fuente. Por añadidura, sacó una botella de mastika, echándome al coleto un buen trago. Es un coñac griego que sabe como el barniz, sólo que especiado. Mike miró la botella al trasluz, optando por alargármela.
-Llévatela. Estás necesitado de algo que te mantenga con los ojos abiertos.
Quizá tuviera razón. Me encaminé a casa describiendo innumerables zig-zags. Era de lo único que me acordaba. Pero el hábito, según supe luego, es más fuerte que el licor mastika. Cuando me desperté estaba tieso como un garrote y helado, sobre la tumba, donde me quedara dormido. Catalina se inclinaba sobre mí. Noté algo extraño en mi garganta. Ella sonreía y se pasaba la lengua por los labios. La luna hacía sus hombros más blancos y más bellos; había lágrimas en sus ojos.
-Sólo quise hacerte rabiar un poco -susurró ella-. Cuando te fuiste, me sentí muy sola, aunque fingí hallarme a gusto. La verdad era que el baile me resultaba insoportable, por lo que opté por volver a casa. ¿Me perdonas?
-¡Hum!
Me sentía mareado y hacía esfuerzos por pensar en algo que no sé qué era... ¿Y si los plateados zapatos de la señora Hill eran ya ahora una pura ruina?
-Desde luego que te perdono. ¿Qué hora es?
Ella se encogió de hombros. El tiempo, la hora... ¿Qué más daba esto? Catalina sabia ahora quien era su dueño y la idea era de su agrado. En fin de cuentas, al agredir a aquel tipo corpúlento había procedido bien.
-¡Tenía tanta hambre! -exclamó-. Ese baile...
-No se hable más de ese asunto, querida. Mi cabeza... ¡Oh, esta condenada cabeza!
Catalina frunció el ceño. Estaba sentada, muy erguida, y se esforzaba por sonreir.
-También a mí me duele la cabeza.
Parecía hallarse enferma. Me froté la garganta. Hubiera debido conocer la respuesta entonces, pero no fue así. Se me hizo presente únicamente al empezar a quejarse, doblando el cuerpo. Luego, me abrazó, anunciándome que iba a morir. No había nada que hacer. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un antídoto para el chile y la ginebra? Pero yo me encontrabá en pie, pensando en dirigirme a toda prisa a una farmacia. Al empezar Catalina a dar gritos, me volví para cogerla en brazos. Ganaríamos tiempo si me la llevaba conmigo. Yo estaba muy alterado. Pero me sentí peor aún cuando vi que Catalina se había tendido sobre la losa, boca abajo. El vestido rojo, mientras yo la contemplaba, fue deshaciéndose. Flotaba encima de su cuerpo como un jirón de niebla, blanquecino. El cual, esta vez, se elevaba, ascendía lentamente. Su grito no se había extinguido en mis oídos cuando advertí que el vestido y los zapatos se hallaban vacíos. Cogí ambas cosas y eché a correr. No hubo trabajo ni escuela de leyes para mí al día siguiente. Estuve pensando constantemente en lo que ocurriría cuando alguien se preguntara qué era lo que había sido de mi amiga. Alguien podía seguir las huellas de mis pasos hasta la tumba, figurándose que ésta era un sitio excelente para esconder un cadáver.
La señora Hill tuvo una corazonada, imaginándose que su vestido y sus zapatos habían sido usados por alguna persona extraña. No cesó de mirarme a lo largo de los dos días siguientes. La mitad de las comadres de la localidad hablaban incansablemente de la muchacha del vestido rojo. Una cosa más sobre el particular: el juez Mottley no llegaría a preguntarme siquiera por ella. Finalmente, me encaminé a la tumba, que abrí. El féretro no estaba vacío. Cualquiera podía apreciar que lo que contenía llevaba allí años y años. Ahora, ya resuelto todo, me senté en la lápida, llorando como un niño. Seguía sintiéndome destrozado incluso cuando supe que la epidemia de anemia perniciosa había desaparecido, convirtiéndose el profesor Rodman en el gran científico de la época.
El caso es que conseguí mi empleo con el juez Mottley. Ya soy un miembro más de la firma. Y en ciertos momentos visito aquella tumba y me siento en la lápida, intentando evocar el rostro de Catalina. Sólo el profesor Rodman puede explicar lo que fue de ella.
E. Hoffman Price (1898-1988)
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