jueves, 7 de julio de 2011

Los espíritus vampiros.

Los espíritus vampiros.
Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891)

Cada una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del visible como del invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma. El pez vive en el agua; la planta consume el ácido carbónico, el cual, por el contrario, es mortal para el animal y el hombre. Algunos seres están organizados para vivir en las capas más enrarecidas del aire; otros en las más densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol, mientras que para otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia economía de la Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de las condiciones existentes.

Estas analogías permiten inferir que en toda la Naturaleza no existe punto alguno inhabitado, y que además cada cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan para su vida. Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que semejante parte está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y desde el momento en que existen espíritus, fuerza es aceptar la existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro de su mundo respectivo. Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que están adaptados a un mismo medio ambiente, o, en fin, que poseen poderes idénticos, o que obedecen a las mismas afinidades y atracciones, sería tan absurdo como pensar que todos los animales son anfibios, o que todos los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos. Razonable es, pues, el suponer que los espíritus más groseros están sumergidos en los más profundos abismos de la atmósfera espiritual, es decir, de lo más cercano a nuestra tierra, mientras que las naturalezas más puras, están muchísimo mas lejos del terrestre ambiente…Suponer lo contrario y pensar que cualquiera de estos girados de espíritus pueden ocupar el sitio ni las condiciones de los otros, equivaldría como a esperar que en ley de hidráulica dos líquidos de diferentes densidades pueden cambiar el grado que le corresponde en el aerómetro de Baumé.

Görres relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él tuvo con algunos hindúes de la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado si entre ellos se presentaban espíritus o apariciones respondieron: “–Sí; pero son malos espíritus. Los buenos se aparecen poquísimas veces. Los malos espíritus aquellos son generalmente los de los suicidas y personas asesinadas, es decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes revolotean en torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las gentes de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras diferentes, siéndoles la noche especialmente favorable para ello.”

Porfirio (De Sacrificiis, capitulo de El verdadero culto) nos presenta sobre esto algunos hechos repugnantes cuya verdad está comprobada por la experiencia de todos los estudiantes de magia. “El alma de las gentes perversas –dice –tiene, aun después de la muerte, cierto apego a su cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la violencia con que se quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando desarrollamos ciertas facultades, podemos ve r a muchos espíritus cernerse, poseídos de desesperación, en torno de sus restos terrenales y hasta buscar anhelantes los. pútridos despojos de otros cuerpos, y, sobré todo, la sangre recientemente derramada, la que, por un momento, parece comunicarles algunas de las facultades de la vida.” Si algún espiritista pone en duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que ensayar en sus sesiones de materialización los efectos de una poca de sangre humana fresca. ”Los dioses y los ángeles se nos aparecen –dice Jámblico –en medio de paz y de Armonía, y los demonios malos, revolviéndolo todo sin orden ni concierto…En cuanto a las almas ordinarias, es muy raro el que podamos percibirlas.”

El alma, en efecto, nace en este mundo abandonando el otro mundo, en el cual ha existido antes de encarnar en la Tierra…Ella parece luego morir cuando se separa de su cuerpo, en el cual como en frágil barca ha cruzado por esta vida…Pero esta muerte no aniquila el alma, sino que la transforma tan sólo, ora en un ser protector de esos que los romanos conocían y reverenciaban con tal nombre y con el de manes, penates y lares, ora, si ha sido perverso, en una larva, un lemur, un espíritu errante, terror de los malvados…Cuando por razón de vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu desencarnado ha caído en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o el gehnna de la Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra, puede arrepentirse con el vislumbre de razón y de conciencia que aún conserva…Un ardiente deseo de resarcirse de sus sufrimientos; un ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia la atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su triste soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el contacto de los vivos…

Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables vampiros magnéticos; los demonios subjetivos tan bien conocidos por las monjas y frailes extáticos de la Edad Media y por los “brujos” a quienes tanta celebridad dió el Martillo de Hechiceros; verdaderos clarividentes sensitivos según sus propias confesiones. Son los demonios sanguinarios de Porfirio; las larvas y lemures de los antiguos; los abominables instrumentos de sugestión que condujeron a tantas desgraciadas y débiles víctimas al tormento y al patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos demonios obsesionaban a los energúmenos del Nuevo Testamento eran “espíritus” humanos…Moisés sabía perfectamente quiénes eran estos desgraciados y no ignoraba las tremendas consecuencias a que estaban expuestas las personas que cedían a tales influencias demoníacas, por cuyo motivo promulgó sus terribles decretos contra tales “brujos”. Jesús, en cambio, lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad, se limitaba a curarlos en lugar de matarlos. Más tarde, andando los tiempos, nuestro clero, el pretendido modelo de virtudes cristianas, siguió la ley de Moisés, prescindiendo de Aquel a quien llamaban “su Dios Vivo”, y quemaron por millares a los pretendidos hechiceros,…¡Hechicero! ¡Fatídico nombre que llevaba aparejada antaño la muerte más ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una tempestad de sarcasmos y de ridículo!…

La historia de los sortilegios de Salem, tal como los encontramos registrados en las obras de Cotton, Mather, Calef, Upham y otros, son un trágico capítulo de la historia de Norteamérica, que jamás ha sido descrito de acuerdo con la verdad de los hechos. En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se sintieron convertidas en médiums espontáneas, como hoy diríamos, por haber convivido con una negra india del Oeste norteamericano, quien era muy ducha en las operaciones de magia negra conocidas por rito de Obeah. Las indicadas muchachas se empezaron a sentir como maltratadas por alfilerazos, pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo, debidos a invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo. La célebre Narración de Deodat Lawson (Londres, 1704), consigna que “aquellos espíritus, obsesores de las muchachas, las maltrataban por el conocido método hechiceril del emboutement, o sea de las figurillas de cera, trapos, etcétera, representando a las víctimas, y sobre las que clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que luego, por telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas”. Mr. Upham nos refiere que Abigail Hobles, una de estas muchachas, reconoció que había hecho pacto con el diablo, “el cual se le aparecía bajo la forma de un mancebo, y le mandaba que atormentase a las doncellas a quienes conocía, llevándole imágenes de madera que más o menos se les pareciesen y espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía ella al pie de la letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas muchachas idéntico dolor al que experimentarían si las propias espinas se clavasen en sus carnes”.

Todos estos lamentables hechos históricos cuya validez ha sido comprobada por el irrecusable testimonio de los Tribunales que entendieron en la causa, confirma la doctrina de Paracelso, siendo por demás sorprendente que un sabio tan sesudo como Upham, haya podido acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes, semejante masa de evidencia legal para demostrar la intervención en aquellos hechos de almas ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos espíritus de la Naturaleza, sin sospechar la verdad ocultista que se halla detrás de estas tragedias, ya que hace algunos siglos que Lucrecio ponía en boca del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que dicen:

Bis duo sunt homínis: mane, caro, spíritus, umbra;
Quator ista loci bis duo suscipiant:
Terra tegil carnem; lumulam circanivolat umbra,
Orcus habet manes.

Respecto de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan a nuestro escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de los autores antiguos menciona hechos de índole tan aparentemente sobrenatural, sino más bien, quién de ellos es el que no los menciona. En la Odisea de Homero (v. 82) hallamos a Ulises evocando el espíritu de su amigo el adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la “fiesta de la sangre”. El héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a los millares de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio, y su mismo amigo Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento, mientras que Ulises blande el arma homicida…Al troyano Eneas, en la Eneida de Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de descender al reino de las sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que desenvaine su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre de las fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:

Taque invade víam, vaginâque eripe ferrum.
Glanvil, en su Sadducismus Triumphatus, da una reseña maravillosa de la aparición del “tamborilero de Tedworth”, acaecida en 1661, y en la cual el scin–lecca, o duplicado del brujo tamborilero, se asustaba grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra De Daemon, hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vio sumida. su cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo fue curada aquella por el conjurador Anaphalangis, quien comenzó amenazando con la espada desenvainada al invisible obsesor de aquel cuerpo, hasta lograr que le desalojase. Psellus expone luego el catecismo de la demonología en estos o parecidos términos:

“¿Deseáis saber si los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser heridos con una espada u otra arma cualquiera? Pues sabed que si, que pueden serio. Un objeto duro arrojado contra ellos les causará el correspondiente dolor como si aun viviesen aquí abajo; porque, aunque sus cuerpos no estén ya formados de las substancias resistentes que los nuestros, no por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres dotados de sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la facultad de sentir, sino que también la tiene el espíritu que reside en ellos…Sin auxilio de organismo físico alguno, el espíritu ve, oye y siente cualquier contacto…Si le dividís en dos, sentirá el mismo dolor que experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual no deja de ser materia, aunque de naturaleza tan sutil que generalmente es invisible para nuestros ojos.

…Sin embargo, hay una cosa que distingue al cuerpo del vivo del muerto, y es que cuando se seccionan los miembros de una persona viva no pueden volver a reunirse las dos porciones fácilmente, mientras que el tenue cuerpo etéreo de un demonio se reintegra inmediatamente después que se le, ha cercenado por completo, a la manera como el agua o el aire se unen después que les ha atravesado un cuerpo sólido cualquiera. Mas, a pesar de ello, cada rasguño o herida inferida es causa de dolores para aquel demonio, razón por la cual todos ellos temen la punta de la espada o los demás instrumentos de defensa.

Bodin, el más sabio demonólogo de su siglo, sostiene la misma opinión tan repetida así mismo por el Porfirio y Jámblico, siguiendo a Platón y a Plutarco, como saben además muy bien todos los teurgistas. En la Demonología de aquel sabio se nos cuenta:

Recuerdo que en 1557 un demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó con el rayo en casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover piedras en toda la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el ama de la casa, cerrando enseguida herméticamente las ventanas, lo que no impidió, sin embargo, el que las piedras siguiesen cayendo, aunque sin dañar a ninguno de los allí presentes. El magistrado Latomí vino a informarse, pero no bien entró cuando el espíritu le arrebató su sombrero. Seis días iban así transcurridos cuando el consejero M. J. Morgues llegó también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando entramos en la casa ya alguien había aconsejado al dueño de la misma que se encomendase a Dios de todo corazón y blandiese con energía por todo el ámbito del aposento su espada desenvainada. Desde aquel momento cesaron como por encanto aquellos fenómenos que durante una semana les habían tenido tan molestos.”

Los libros de hechicería de la Edad Media están llenos de narraciones análogas, pero los más antiguos filósofos no sólo mencionan relatos análogos, sino que puntualmente los describen y analizan. Proclo figura en primera línea en punto a semejantes maravillas. Pasma verdaderamente la colección de hechos que presenta, corroborados por testigos, entre ellos algunos famosos filósofos. Al recordar muchos casos de su tiempo en los que a no pocos cadáveres se los había encontrado con diferentes posiciones en sus tumbas, lo atribuye a que eran larvas o vampiros, “como los casos –añade –referidos por los antiguos respecto de Aristio, Epiménides y Hermodoro”, o como los otros cinco de la Historia de Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para acabar, cita el caso de Filonea. Esta hija del Demostrator, añade, casada contra su voluntad con un tal Krotero, murió poco después, pero a los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas hasta que ella, o mejor dicho elvampiro que hacía sus veces, murió de rabia. Su cuerpo muerto, después de su segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de su padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a Filipo, según relata Catalina Crowe en su Nighi–Side of Nature, pág. 335. Demócrito en sus escritos referentes al Hades, diserta, en fin, ampliamente sobre las posibilidades de que algunos muertos retornen a la vida.

Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios con los que se suelen juzgar estos y otros mil hechos del pasado, no hay sino hojear la obra del Dr. Figuier, Historia de lo maravilloso en los tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos como el del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón, se ocupa documentadísimamente de los profetas de Cevennes; los camisardos, los jansenistas, el diácono Paris y cien otras epidemias de neurosis consignadas en la historia de los últimos siglos y que sólo podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido descriptos por cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas. Los asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se presentaron como una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas inhumanas adoptadas por los católicos franceses para extirpar aquel espíritu de profecía que había asaltado a una población entera, son sucesos históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El mero hecho de que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban dos mil personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados del rey, es ya por sí solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a aquéllos, están registradas en los procesos que hoy se conservan en los Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe oficial que el feroz abate Chayla, prior de Lava¡ elevó a Roma, y en el cual se lamenta de que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni tortura inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los cevenneses. Añade el abate que él mismo puso las manos de esta gente sobre carbones encendidos; que envolvió a varios otros en algodón impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su epidermis; que se dispararon tiros sobre ellos a quemarropa, encontrándose luego aplastadas las bajas entre la ropa y la piel, sin producirles el menor rasguño, etc…, etc…

“A fines del siglo XVII –dice el Dr. Figuier después de relatar todo esto –una anciana importó en Cevennes aquel espíritu de profecía, que bien pronto se comunicó a diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el contagio por ser general. Hombres, mujeres, tiernos niños se habían constituido en torrentes de la más extraña inspiración, expresándose, no en patois ordinario, sino en el más correcto francés, lengua tan poco conocida en la región en aquel tiempo. Hasta los niños de pecho profetizaban. Ocho mil profetas –continúa –se esparcieron por el país y la mitad de las facultades de Medicina de Francia, entre ellas la de Montpeller, se apresuraron a constituirse en Cevennes, declarándose maravilladas y confundidas al escuchar a gentes sin cultura literaria alguna disertar eruditamente de cosas de las que jamás supieron una palabra, y hasta se expresaban con igual lucidez ¡meros niños de teta!, durando horas y horas los tales discursos…Aquello –añade el comentador –no fue sino una momentánea exaltación de las facultades intelectuales, fenómenos que pueden observarse en muchas afecciones del cerebro”…¡Exaltación momentánea, que dura muchas horas, en cerebros de niños de pecho, hablando en correcto francés antes de que hayan podido aprender ni una sola palabra de su patois: ¡Oh milagro de la fisiología! Prodigio debía ser tu nombre, exclama el católico Des Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la suya acerca de “Las costumbres y prácticas de los demonios”.

Vengamos ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas, según el Dr. Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta. El diácono Paris era un jansenista que murió en 1727. Inmediatamente después de su muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más sorprendentes fenómenos. El cementerio rebosaba de gente desde la madrugada hasta la noche, y los jesuítas, exasperados al ver que los herejes verificaban las curas más maravillosas y todo género de prodigios, acudieron a las autoridades, obteniendo de ellas la orden de que se cerrase la entrada a la tumba del célebre diácono. Pero a pesar de todos los obstáculos, las maravillas continuaron durante unos veinte años. El obispo Douglas, que fue a París con este exclusivo objeto, visitó el sepulcro y pudo comprobar que los milagros continuaban como el primer día entre los convulsionarios, cosa que, forzosamente, se achacó, como siempre, al diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos, añade: “Jamás seguramente se habrán atribuido a una sola persona tantos milagros corno los que últimamente se han dado como acaecidos junto a la tumba del diácono Paris. Doquiera se veían enfermos que habían sanado, sordos que habían oído y ciegos que habían recobrado la vista por la virtud del sepulcro santo. Pero lo más extraordinario del caso es que muchos de dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba, ante jueces de indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada, hechos que ni los propios jesuítas, a pesar de ser gentes de ordinario instruidas; de contar con el apoyo de las autoridades civiles, y de ser decididos enemigos de las opiniones en cuyo favor se dice que fueron obrados los milagros, han sido capaces tú de negarlos, ni de refutarlos, ni de descubrir su verdadera causa. Tal es la verdad que arroja el testimonio histórico acerca de semejantes sucesos.”

El Dr. Middleton, en su Investigación libre, obra que escribió acerca de dichos fenómenos a los diez y nueve años de haber comenzado y cuando ya estaban en franca decadencia, declara que la evidencia de tales milagros es tan plena e indiscutible por lo menos como la de las maravillas que de los apóstoles se refieren. En efecto, dichos fenómenos, cuya autenticidad está probada por tantos millares de testigos, ante magistrados y a despecho del clero católico entonces omnipotente, deben ser colocados entre los más sorprendentes que registran la Historia. Carré de Montgeron, miembro del Parlamento, que se hizo famoso por sus relaciones con los jansenistas, los enumera cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes en cuarto dedicados al rey, bajo el título de La Vérité des miraeles operés par l´intercession de M. de Paris, demontrée contre l'Archevêque de Sens. Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano fue encerrado en la Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y oficiales aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fue aceptada.

“Una de las –convulsionarias –dice Figuier –apoyada por sus lomos en la punta de aguda estaca, se mantenía doblada en forma de arco con la mayor impasibilidad. El placer mayor que podía darse a esta criatura era recibir en tal posición y sobre su estómago el golpe de un pedrusco de cincuenta libras suspendido de una polea. Montgeron y muchos otros testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la muchacha, sino que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte. Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada su espalda contra la pared, recibía sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un forzudo gañán con un martillo de treinta libras sobre un taladro de hierro apoyado así sobre la boca del estómago de la débil paciente. Pudiera creerse –añade Montgeron al relatarlo –que el taladro debería hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella gritaba, con la cara radiante de felicidad: “¡Oh qué delicia, y cuánto placer me causa este golpeteo ¡Valor, hermano, y golpead con doble fuerza, si podéis!…”

La relación oficial de tales maravillas, que es mucho más completa que la de Figuier, añade otros detalles, tales como el de aquellos que serenamente se ponían a describir sucesos distantes, luego infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire muchos de estos convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para obligarles a que bajasen. Se vieron ancianas trepando con agilidad de gatos monteses por muros verticales hasta de treinta pies de altura. El Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca de estos y otros fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de ellos dan los médicos: “el meteorismo o plenitud de gases en el tubo digestivo; el estado espasmódico del útero de las mujeres; la turgencia de las envolturas carnosas de las capas musculares que protegen y cubren el abdomen, etc.; añadiendo que la asombrosa resistencia ofrecida por el cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la epilepsia, fuerza que tiene algunos puntos de contacto con los cambios de sensibilidad que se producen por el miedo, la cólera, en una palabra, cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el paroxismo. Para el terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra ciencia médica:

“¿Estaba el ilustrado médico completamente despierto cuando formuló tales teorías?…Si él o el Dr. Figuier quisiesen mantener seriamente sus categóricas afirmaciones podríamos decirles: “¿Nos permitiríais una vez, por vía de experimento, insultaros tan duramente que estallaseis en justa indignación contra nosotros al oír de nuestros labios, por ejemplo que falseáis la ciencia y estafáis a vuestro público, y, aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros los experimentos de Cevennes, dándoos un saludable masaje con estacas o garrotes, seguros de que otra cosa no resultarían estos terribles golpes, dado el estado de insensibilidad a que seguramente os llevaría vuestra cólera?”

Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin respuesta. Volvamos a los hechos de vampirismo. Verdaderas o falsas, existen entre los orientales “supersticiones” de una naturaleza tal como jamás pudieron soñar un Edgard Allan Poe o un Hoffmann, y estas creencias se hallan infiltradas en la misma sangre de las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente expurgadas de toda exageración, se verá que encierran una creencia universal en aquellas almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de gulas o vampiros. Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita algunos ejemplos de esta clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una obra manuscrita que se conservaba hace unos treinta años en la biblioteca del monasterio de Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre otras existe una tradición que data de los tiempos del paganismo y, según la cual, siempre que un héroe cuya vida es todavía necesaria en la tierra, cae en el campo de batalla, los aralez, o sean los antiguos dioses populares del país, quienes poseen la facultad de poder volver a la vida a los que han muerto en el combate, lamen las sangrientas heridas de la víctima, y soplan sobre ellos hasta que les han comunicado una vida nueva y vigorosa, después de lo cual, el guerrero se levanta; desaparecen todas sus heridas y vuelve a ocupar su puesto en la batalla. Pero el espíritu inmortal del héroe vuela muy lejos, entretanto, y vive el resto de sus días en un templo abandonado y lejano.

Tan luego, por otra parte, corno un adepto era iniciado en el último y más solemne misterio de la transmisión de la vida, el séptimo y temible rito de la gran operación sacerdotal que constituye la más elevada teurgia, ya no pertenece más a este mundo. Su alma era ya libre desde aquel momento, y los siete pecados mortales, en acecho siempre hasta entonces para devorar su corazón al tiempo en que su alma libertada por la muerte cruzase las siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte ni en vida, por cuanto había pasado ya las siete dobles pruebas y los doce trabajos de la hora final. El Sumo Hierofante era quien únicamente sabía cómo llevar a cabo esta solemne operación de infundir su propio aliento vital y su propia alma astral en el adepto escogido por él para sucederle, y quien de esta suerte quedaba así dotado de una doble vida12 .

La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. “En donde existe un testamento –dice –necesariamente debe mediar la muerte del testador…Sin el derramamiento de sangre no hay remisión alguna…” La sangre produce fantasmas, y sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus los materiales necesarios para formar sus apariciones transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación del fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la más maravillosa de todas las maravillas de la Naturaleza; vive, porque se transforma perpetuamente, siendo el efectivo Proteo universal. La sangre procede de principios en los cuales antes no existía nada análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor, lágrimas…La sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran arcano del Ser, la sangre es a su vez el gran arcano de la vida.

“La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la existencia; ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre es profanar la obra del Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la universal tradición prohíbe hacerlo. Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu que desee ver, puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los hierofantes de Baal se inferían profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían apariciones objetivas y tangibles. Los secuaces de cierta secta persa, muchos de los cuales se ven en las cercanías de los establecimientos rusos de Temerchan–Shoura y Derbent, tienen sus misterios religiosos, durante los cuales forman un gran círculo y giran en frenética danza. Estando arruinados sus templos, verifican sus ritos en edificios retirados y cerrados a toda vista desde el exterior, edificios con una gruesa capa de arena como pavimento. Todos van vestidos con flotantes vestiduras blancas y las cabezas desnudas y afeitadas. Armados de cuchillos y excitados por la macabra danza, pronto llegan a un grado tal de excitación furiosa que comienzan a herirse a sí propios y a los otros hasta que no pueden más y el pavimento queda empapado en sangre. Antes de que semejante “Misterio” termine, cada hombre tiene un compañero con quien danza. Algunas veces los espectrales bailarines tienen cabellos en sus cráneos lo cual se diferencian de los naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos prometido solemnemente el no divulgar los demás detalles de esta terrible ceremonia que sólo hemos presenciado una vez, debemos abandonar este punto, añadiendo que durante el tiempo en que estuvimos en Petrovsk, del Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.

Antiguamente las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la sangre del célebre cordero negro, la de un niño, para mejor evocar las sombras. A los sacerdotes se les enseñaba el arte de evocar los espíritus de los muertos, así como los de los elementos, pero su manera de proceder no era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras. Entre los yakuts de Siberia, en los mismos confines del lago Bai kal y junto al río Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y como la ejercían las famosas brujas de la Tesalia. Sus creencias religiosas son una mezcla extraña de superstición y de filosofía…Según ellas las almas de los muertos se convierten en “sombras” condenadas a vagar sobre la tierra hasta que se verifique cierto cambio, ora favorable, ora adverso, que ellos explican, por supuesto. Las sombras luminosas o sean las de los buenos, se convierten en los guardianes o protectores de aquellos a quienes han amado en la tierra. Las sombras obscuras, siempre procuran, por el contrario, causar daño a cuantos en vida conocieron, incitándoles al crimen y demás malas acciones perjudicando así por todos los medios a los mortales…Durante los sacrificios de sangre, que siempre se verifican de noche, los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas para saber de ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La sangre les es necesaria para esta, porque sin sus vapores, no podrían aquéllas hacerse visibles, y aun serían, creen, más peligrosas, pues que la extraerían de las personas vivientes por medio de la transpiración. En cuanto a las sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser evocadas así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden hacer sentir, sin necesidad de nada, su presencia.

La evocación por medio de la sangre se practica también, aunque con diferente objeto, en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia, especialmente en los distritos vecinos a los musulmanes. La tiranía y esclavitud horribles a que han estado sujetos estos desgraciados cristianos durante siglos les ha hecho mil veces más impresionables y más supersticiosos. El día 7 de Mayo de cada año, los habitantes de Bulgaria y Moldavia Valaca celebran “la fiesta de los muertos”. En efecto, después de puesto el sol, multitud de hombres y mujeres, llevando sendos cirios en las manos, acuden a los cementerios y oran sobre las tumbas de sus difuntos. Esta antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una reminiscencia general de los primitivos ritos cristianos; pero era más solemne todavía mientras duró la esclavitud musulmana…Entre los habitantes de las ciudades la ceremonia es ya meramente rituaria; pero entre algunos campesinos el rito toma proporciones de toda una evocación teúrgica. La víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras encienden una porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan crisoles sobre trípodes, y el incienso perfuma la atmósfera en un grandísimo radio alrededor. Desde que anochece hasta un poco antes de la media noche, y en memoria del muerto, se convida a comer a los amigos y a un cierto número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki o aguardiente, y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha terminado la fiesta, se acercan los convidados a la tumba, y llamando al difunto por su nombre, le dan las gracias por las bondades de que han sido objeto. Cuando ya todos, incluso los parientes más cercanos, se han ido marchando, una mujer, generalmente la de más edad, se queda sola con el muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de la evocación. Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas al muerto una y mil veces repetidas para que se presente, la mujer se extrae un número mayor o menor de gotas de sangre del lado izquierdo de su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba. Esto da fuerza al invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro, permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus instrucciones adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola simplemente y desapareciendo hasta el año próximo. Tan firmemente está arraigada semejante creencia, que, con motivo de una dificultad de familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su hermano el demorar toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de la Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el hermano accedió como si su padre se hallase en la habitación contigua.

Que en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que, como nosotros, ha sido testigo del caso del zuachar ruso, caso en el que no pudo el hechicero morir hasta que comunicase a otro la palabra, lo cual rara vez dejan de hacerlo por su parte los hierofantes de la Magia Blanca.
Los hindúes creen tan firmemente como los servíos y húngaros en losvampiros. “El hecho de un espectro que reaparece para chupar la sangre humana, dice el Dr. Pierart famoso mesmerizador, en un artículo sabio de la Revue Spiritualiste, volumen IV, no es tan inexplicable como parece, y menos para los espiritistas, quienes admiten los fenómenos llamados de bicorporeidad o duplicación del alma. Esas manos espectrales que hemos estrechado, esos miembros materializados que tan palpablemente hemos visto en las sesiones mediumnímicas, son una prueba evidente acerca de cuántas y cuántas cosas son posibles, bajo condiciones favorables, para esos espectros de lo astral evocados por ellas.”

Al así expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría cabalista acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de todos los seres espirituales. Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían obligadas a mantener íntimas relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa, evocaban a los espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a todas sus preguntas. No obstante de ello, Pierart, con toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se atraviese con una estaca el corazón de todo cadáver sobre quien hayan recaído sospechas devampirismo. En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente desprendida del cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de la cual, mediante la atracción magnética, puede obligarse a aquella forma a que retorne y se posesione de nuevo del cuerpo. Acontece en ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más que a medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar todas las apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles casos, el alma astral, aterrada, retorna violentamente a su envoltura de carne, y entonces la desdichada víctima, o bien acaba de morir realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de la sofocación, o bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente material, se convierte en un vampiro

En este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en vida, una existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que yace aprisionado en la tumba es sostenido con la sangre o fluidos vitales que sus cuerpos astrales fantasmáticos roban aquí y allá a los vivos, porque, es sabido, que esta última forma etérea puede ir donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente de sus humanas víctimas. A juzgar por todas las apariencias, semejante espíritu logra seguidamente el transmitir, mediante una disposición misteriosa e invisible que acaso llegue a ser explicada algún día, el producto de su succiones fluidicas al cuerpo material que yace inerte en el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en cierto modo aquel su estado de catalepsia, Brierre de Boismont cita algunos casos por el estilo, completamente auténticos, que ha tenido a bien calificar de “alucinaciones”. “Una reciente investigación ha demostrado –dice un periódico francés –que en 1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame tratamiento de la superstición popular, por instigación del clero…¡Oh ciega preocupación!, “pero el Dr. Pierart, citado por el escritor católico Des Monsseaux quien resueltamente admite el vampirismo, exclama: “–¿Ciega superstición, decís? Sí, tan ciega como gustéis, pero, ¿de dónde provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han perpetuado ellas a través de todas las épocas y en tantísimos países? Después de la infinidad de casos de vampirismo como se han visto, ¿debemos decir nosotros que hoy ya no sucede tal cosa y que los casos que de ello se relatan jamás tuvieron sólido fundamento? De la nada, nada se hace. Cada creencia, cada costumbre, procede de los hechos y causas que le han dado origen. Si nunca se hubiese visto aparecer en el seno de las familias de ciertos países, seres revestidos de las ordinarias apariencias, de los muertos yendo a chupar la sangre de una o varias personas y si de esto no hubiese resultado la muerte por extenuación de la víctima, nadie hubiese ido jamás a desenterrar los cadáveres a los cementerios, ni jamás hubiésemos presenciado nosotros el hecho increíble de haberse encontrado personas enterradas varios años antes, con el cuerpo blando y flexible, los ojos abiertos, la tez sonrosada, con la boca y narices llenas de sangre y manando sangre a torrentes en el acto de ser decapitada”.

Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo figura en las cartas reservadas del filósofo, marqués d'Argens, y en la Revue Britanique de Marzo de 1837, el viajero inglés Pashley describe algunos casos de que tuvo noticia en la isla de Candía. El Dr. Jobard, sabio belga, anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros casos análogos en su obra acerca de Les Hauts Phenomenes de la Magie, pág. 199.

“No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet (Huetiana, página 81), si los casos de vampirismo que se relatan diariamente son verdaderos o meros frutos de un error popular, mas es lo cierto que han sido atestiguados por tantos autores competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de vista, que nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una gran dosis de prudencia.”

Aquel buen señor de Des Mousseaux, que tanto se ha molestado recogiendo materiales para su teoría demonológica, nos sale con algunos ejemplos sensacionales para demostrar que todos estos casos se deben a la intervención del diablo, el cual toma las formas fantasmáticas de los muertos para revestirse de ellas y vagar por las noches chupando la sangre de las gentes, explicación que a nosotros nos parecería excelente si no pudiésemos arreglarnos con otras mejores sin traer a la escena a personaje tan siniestro. Si de una vez para siempre queremos creer en el retorno de los espíritus, tenemos una multitud de perversos sensualistas, miserables y criminales de todas clases, especialmente suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el mismísimo diablo en sus mejores días, que ya es bastante por sí solo el vernos actualmente obligados a creer en lo que vemos y sabemos que es un hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de añadir a nuestro panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.

Sin embargo, en lo que al vampirismo se refiere, hay particularidades interesantísimas que recoger, desde el momento en que la creencia en tal fenómeno ha existido desde las épocas más remotas en todos los países. Las naciones eslavas, los griegos, válacos y servios, dudarían primero de la existencia de sus enemigos los turcos que del hecho relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolak o vurdalak, como son denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en el hogar eslavo para que se dude de ellos. Escritores del mayor talento, hombres tan integérrimos como llenos de perspicacia, se han ocupado del asunto creyendo en él por supuesto.…¿De dónde proviene esta máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles y analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que encontramos en el testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los otros y que discrepan, sin embargo, por completo respecto a otras varias supersticiones?

“Hay –dice Dom Calmet, escéptico monje benedictino del siglo XIX, en su artículo Apparitions (vol. II, pág. 47 de la obra antes citada) –dos procedimientos distintos para destruir la creencia de estos pretendidos espectros…El primero consiste en explicar los prodigios del vampirismo por medio de meras causas físicas: el segundo en negar completamente la verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más prudente”.

El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo por medio de causas físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la escuela de Mesmerismo de Pierart, y, no son ciertamente los espiritistas quiénes más derecho puedan tener de rechazar lo plausible de esta explicación. El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los hombres de ciencia y por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux, no hay camino que menos filosofía requiera que este procedimiento expedito de la negación rotunda de lo que se ignora. “Cierto día –añade Dom Calmet –empezó a aparecerse inopinadamente a los habitantes de una aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor, y, a consecuencia del susto, o bien por otra causa cualquiera, todos murieron antes de una semana. Exasperados los demás campesinos ante aquello, fueron en busca del cadáver del pastor y le desenterraron, clavándole con una gran estaca en el suelo. Otra vez se apareció, sin embargo su espectro aquella. misma noche, sumiendo a la población en terrores casi apocalípticos y matando por sofocación a varios habitantes, en vista de lo cual, las autoridades locales entregaron el cuerpo del pastor al verdugo, el cual le quemó en un campo vecino. El cadáver –añade Des Mousseaux al comentar el hecho –aullaba como un loco, pateando y resistiéndose como si estuviese vivo, arrojando rojas oleadas de sangre por la herida de la estaca, y las apariciones de su espectro no cesaron hasta que el cuerpo todo no quedó reducido a cenizas.

“En más de una ocasión –continúa Dom Calmet –varios agentes de la justicia visitaron los lugares que, según públicos rumores, eran frecuentados por espectros. Los cadáveres de éstos fueron al punto exhumados y siempre se observó sano y sonrosado el cuerpo de todos los sospechosos de vampirismo. Se observaba también que los objetos familiares de las casas antaño habitadas por ellos en vida, se movían extrañamente sin que nadie los tocase. Por un celo muy natural, las autoridades se negaban generalmente a la cremación o a la decapitación, sin cumplir antes los procedimientos legales: se citaban, pues, testigos, y sus declaraciones eran oídas y atentamente meditadas. Luego se pasaba al examen de los cadáveres desenterrados, y si presentaban, por su parte, las inequívocas señales dichas de su vampirismo, eran entregados al verdugo.

“La dificultad principal, empero, de todo esto –termina Dom Calmet –consiste en saber el cómo y cuándo estos vampiros pueden abandonar sus tumbas y, luego de realizar sus proezas, tornar a entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido removida lo más mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales vestidos, comiendo y vagando en fin, de un lado a otro, cual si estuviesen vivos…Y si todo ello no es sino pura fantasía por parte de quienes se vieron favorecidos por semejantes visitas, ¿por qué, indefectiblemente se encuentran luego en sus respectivas sepulturas los cadáveres de tales espectros, frescos y flexibles, llenos de sangre, y sin ofrecer en su cuerpo señales de descomposición alguna? ¿Cómo explicar el que al día siguiente de la noche en que repetidos espectros aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies resultaban sucios, y cubiertos de barro, cosa que no se observaba en modo alguno con los demás cadáveres del mismo cementerio? ¿Por qué, una vez quemados los cuerpos de los vampiros, nunca tornan a aparecer sus espectros y por qué, en fin, han ocurrido casos semejantes con tanta frecuencia en este país, haciendo imposible el desterrar de él tamañas supersticiones?”.

Existe, a no dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de naturaleza desconocida y desechado, por tanto, como superstición por la fisiología y la psicología de nuestra época. En semejante estado, el cuerpo está virtualmente muerto, y en los casos de aquellas personas en los que la materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una perversión absoluta, sin embargo, haya destruido “el hilo de oro” que une al alma humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico yace abandonado a sí mismo, el alma astral se irá desprendiendo de él por medio de esfuerzos graduales, separándose completamente de aquél al romper el eslabón último de los corpóreos vínculos. A partir de este momento, una polarización magnética repelerá violentamente al hombre etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos que el momento de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que el hombre es declarado muerto por la ciencia, y no después, y segundo, en la incredulidad dominante acerca de la existencia, sea del alma, sea del espíritu, mantenida injustamente por esa misma ciencia.

Pierart trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de putrefacción. “Los infelices muertos catalépticos –dice –enterrados como muertos efectivos en lugares secos y frescos en donde el cuerpo no puede ser destruido por causas locales, su espíritu, (es decir, su cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fluidico (o etéreo) se ve impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas de los seres vivientes, los actos peculiares de su vida física, los de nutrición muy especialmente, y cuyos elementos gracias a un misterioso lazo existente entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia espiritualista explicará algún día, son transmitidos al cuerpo material que yace en la sepultura, ayudándole de este modo a conservar su mísera existencia. Semejantes espíritus, vagando en sus cuerpos efímeros, han sido vistos con frecuencia alejándose o retornando a los cementerios, y se ha sabido que, cayendo sobre vivos, les han chupado la sangre, vampirizándoles. Ulteriores investigaciones judiciales, luego, han venido a demostrar que, a consecuencia de tamaña monstruosidad, sobrevenía una extraordinaria hemación o desangre de las víctimas, quienes por ello, más de una vez habían sucumbido.”

Así, pues, al tenor del piadoso consejo de Dom Calmet, o debemos persistir en negar los hechos, o bien, si es que hemos de aceptar los testimonios humanos y legales, muy dignos de respeto, aceptar la única explicación posible dada por Glanvil al decir en el volumen II, pág. 70 de su Sadducismus Triumphalus, que “las almas de los difuntos se encarnan en vehículos aéreos o etéreos, como está plenamente comprobado por hombres tan eminentes como el Dr. More, al evidenciar que semejante doctrina fue siempre la de los Santos Padres y los más antiguos filósofos…”

Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo, y sin otra garantía que la de habérnoslo comunicado varios testigos fidedignos, queremos citar un caso más para que pueda servir de ejemplo: A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles casos de vampirismo que la Historia registra. El gobernador de la provincia de Tch*** era un hombre de unos sesenta años, y de un carácter celoso, malicioso y cruel. Investido de una autoridad despótica, la ejercía sin contemplación alguna, llevado siempre del primer impulso de sus brutales instintos. Se había enamorado el gobernador de una linda muchacha, hija de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la doncella estaba prometida a un joven que la amaba extraordinariamente, el tirano obligó al padre de la muchacha a que la desposase con él y no con el joven. Presa de la mayor desesperación, la pobre víctima llegó a ser la esposa del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de celos, llegando hasta golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio sin dejarla hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el odioso gobernador cayó enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya próximo su inevitable fin, hizo jurar a su esposa que no se volvería a casar, conminándola, con las más horribles imprecaciones, de que en el caso de que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y la mataría.

El tirano fue enterrado en el cementerio de la ciudad que cae al otro lado del río, y su libertada viuda, de allí a poco, venciendo sus escrúpulos por su juramento, dió de nuevo oídos a las instancias de su antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para casarse en plazo breve. La noche misma de la acostumbrada fiesta esponsalicia, cuando ya se había retirado todo el mundo, se alborotó la antigua casa con unos angustiosos gritos de horror y lamentos que salían de la cámara de la novia. Se forzaron al punto las puertas y se vio con sorpresa que la infeliz mujer yacía desmayada en su lecho, al par que se percibía el ruido como de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo de la joven estaba lleno de cardenales debidos, al parecer, a fuertes pellizcos recibidos, y en su cuello se veía una como ligerísima punzada de la que brotaban gotitas de sangre. Todo el mundo quedó pronto pasmado de. horror al volver en sí la viuda y narrar aterrorizada que su difunto marido, el gobernador, había entrado súbitamente y sin saber cómo en la cerrada habitación, exactamente como en vida, con la diferencia de presentar en su semblante una horrible palidez cadavérica, y la había golpeado y pellizcado cruelmente, después de haberle echado en cara su inconstancia.

Inútil es añadir que nadie dio crédito a semejante relato, pero a la mañana siguiente el centinela apostado en el otro extremo del puente por el que cruza el río, refirió que, momentos antes de la media noche, un carruaje arrastrado por seis caballos, pasó con velocidad vertiginosa por el puente, en dirección de la ciudad y sin hacer el menor caso de las voces de ¡alto!, que se le dieron.
El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante aparición, tornó la precaución, sin embargo, de doblar los centinelas de la otra parte del puente, a pesar de lo cual, el suceso se repetía noche tras noche con desesperante regularidad. Los soldados custodios de la barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de todos sus cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico carruaje pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de impedirlo. Todas las noches también se oía en el patio de la casa el mismo ruido, prolongado y sordo, del coche consabido; los vigilantes, juntamente con los criados y la familia de la viuda. quedaban sumidos al punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en fin, la pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.

No hay que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en toda la ciudad. Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los sacerdotes se constituían en el palacio de la viuda para en él pasar la noche en oración, mas al acercarse el instante de la media noche todos caían presa de un letargo invencible. El mismo arzobispo llegó de la capital y practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la mañana siguiente se halló a la viuda en estado más deplorable que nunca y ya próxima a morir. Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el gobernador se vio obligado a adoptar las medidas más severas. Situó a cincuenta cosacos a lo largo del puente con orden terminante de detener a todo trance al carruaje–fantasma. Sonaron, sin embargo, las doce campanadas de la media noche y se vio venir veloz el coche por el camino del cementerio. El oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en mano, se plantaron delante de la barrera del pontazgo, gritando a la vez: –En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quién viene aquí? –A lo que, una cabeza harto conocida por todos, apareció por la ventanilla del coche, y una voz, que no lo era menos, contestó con energía:

–¡El Consejero secreto de Estado y Gobernador C!…–y en el mismo instante, el sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron lanzados violentamente a un lado, cual sacudidos por una conmoción eléctrica, al par que el fantástico y lujoso tren cruzaba veloz sin que nadie pudiese detenerle. El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al procedimiento sancionado por el tiempo, o sea el de desenterrar el cuerpo y clavarlo en tierra por medio de una aguda estaca de roble que le atravesase el corazón, cosa que fue puntualmente ejecutada con gran pompa religiosa y en presencia de todo el pueblo. Los narradores del maravilloso hecho me aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló, en efecto, repleto de sangre y con las mejillas y los labios rojos. En el momento de clavarte la estaca exhaló un gemido, mientras que un gran chorro de sangre brotó con ímpetu a bastante altura.

El arzobispo pronunció luego el exorcismo acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó hablar más del vampiro ni de su fantástico carruaje. Hasta qué punto las circunstancias del caso hayan podido ser exageradas por la tradición, no podemos decirlo, pero nosotros lo sabemos hace años por un testigo ocular, y aun hoy día existen aún familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan fielmente el espantoso suceso.

Helena Blavatsky (1831-1891)

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