El aire se corrompía conforme se acercaban.
Ella lo guiaba lentamente por callejones formados con cajas de madera delgada, rastros de verduras amargas desechaban sus vapores sobre el suelo. Y la mugre que se adhería a sus botas eran vestigios de extrañas sensaciones humanas, lágrimas y sudores que delataban la condición humana.
El viento en contra hizo que la esencia acaramelada de la sangre de Merlina lo enloqueciera, olvidando el entorno. Pensó en su nariz pecosa, en sus ojos avellanados, la figura delgadísima de muñeca que lo tomaba de la mano para guiarle por aquel laberinto.
Se llamaba Luz, pero él prefería llamarla Merlina.
La había encontrado en una lavandería, con esa mirada que delataba una inteligencia por encima del promedio, pero sobretodo, un ansia por salirse, por dejarse llevar.
«¿Se te ofrece algo?», aquella vocecita lo había embrujado.
Al aparecerse ella sobre el mostrador Sariel pensó en un delicioso acto de guiñol, de esos que no veía en mucho tiempo. A sus siete años Merlina era un santuario incorruptible en medio del caos de la ciudad, quizás el último trazo de inocencia que era lo que orillaba a Sariel a protegerla, y a dejarla ser.
No la había raptado, ella misma sabía que tenía que abandonar su hogar en aquel momento. Un par de juguetes, cepillo de dientes y un oso de peluche mugroso que asomaba por la mochila que colgaba de su espalda, equipaje suficiente.
Ella sabía que Sariel era inmortal. Desde el primer momento supo que no estaba vivo.
Merlina le decía cuando había peligro, le advertía sobre el reflejo de luna y ocasionalmente le ayudaba a encontrar a alguna persona «especial». Nunca había visto a Sariel entenderse con esas personas, jamás se lo permitía. Lo curioso era que nunca más volvía a ver a esas personas, sólo en ocasiones asomaban por la mente y sueños de Sariel.
Le gustaba la palidez de él, casi del mismo tono que la suya. Su rostro afilado, sus manos, sus dientes. Hacían una pareja perfecta. Lo cuidaba de día, le narraba historias para alimentar sus sueños, le hablaba del futuro, de los demonios que se apoderaban de él y de sus visiones.
Por la noche eran un par de extraños amantes paseando por los parques. Él la empujaba en el columpio, en ese péndulo que marcaba el ritmo de la extraña infancia de Merlina. Sariel le contaba historias de otras tierras y otros tiempos, de almas que vagaban por la ciudad en busca de compañía, cuentos de sangre y rímel negro.
Merlina era especial en muchas formas, era la única cuyos sueños no podían ser leídos por Sariel. Y él se extrañaba por eso. Sus centurias vagando le habían hecho ver distintas perspectivas del mundo mortal. Aquellas personas que guardaban con celo sus sueños eran más propensas a ser amadas.
Una noche le había dicho que en realidad ella era una bruja. Y Merlina se alegró mucho con la noticia.
Aquella tarde Sariel despertó con la insistencia de ella.
Arrastraba las botas, Merlina se aferraba a su deshilachada chamarra de mezclilla, llevándolo por calles que habían perdido su nombre .
En su interior Sariel sabía que se trataba de una prueba de creencia.
Así que llegaron al mercado, vacío, lleno de focos amarillentos que semejaban estrellas en decadencia.
San Martín Caballero observaba con compasión desde su montura a un mendigo. El cromo se perdía entre una hilera de cabezas de ajos, herraduras y barajas de lotería, todo con un fondo de terciopelo rojo y lentejuelas metálicas que hacían un baño de sangre artificial. Unas pequeñas plantas de sávila, verdes, lechosas, guardaban cada esquina del local saturado de fetiches.
Las ranas secas bailaron con las ráfagas fugaces de viento.
Una anciana, arrugada y casi ciega, entonaba una antigua canción de cuna.
«Señora Santa Ana, ¿por qué llora el niño?»
«Por una manzana que se le ha perdido», pensó Merlina completando la canción, sin meditar que nunca la había escuchado antes en su vida.
Las veladoras en honor a la Virgen de Guadalupe se apagaron de golpe, llevándose la veneración. Los sobres del ungüento del amor, del zorrillo y otros productos desaparecieron a los ojos de Sariel, el olor a incienso le picó en la consciencia. El humo se llevaba los rezos escondidos de la anciana. Podía escucharlos, sigilosos, entremezcla pagana y religiosa que se unía al cielo.
Una mujer joven aguardaba en un rincón. Morena, exquisita. Especial. La astucia refulgiendo en sus ojos, vileza detectable a distancia.
Sariel mostró sus afilados incisivos, abrazando a Merlina, la fiera protegiendo a su cría.
—Dame a mi hija, nahual.
Sariel no comprendió el adjetivo, y mucho menos la maternidad sorpresiva. Las brujas tenían modos extraños de presentarse.
—El padre no tiene nombre pronunciable —la mujer se les acercó con cautela felina, sintiendo el olor de Sariel en la atmósfera, el perfume que pocas personas podían reconocer, partículas destiladas en aquellos organismos mágicos.
Merlina quería llorar, arrancarse a correr, decirle a Sariel que se arrepentía y que no había mejor lugar en la ciudad que aquella lavandería con olor a suavizante donde se habían conocido.
La anciana derramó una lágrima que sólo la niña pudo ver. La habían engañado.
Sariel recibió una embestida de plegarias inconexas, la mujer estaba decidida a arrebatarle a su Merlina. A su única compañía, a su amante.
Se distrajo.
Y las uñas de la mujer trazaron pequeños surcos en el rostro de Sariel, veloces aún para él, impulsadas por una fuerza que escapaba a sus conocimientos.
«Yo por ti me moriría de nuevo», pensó.
Surgió la bestia contenida en él, buscando el daño preciso, el frágil hilo de la vida que pudiera romperse. Por que la bruja, después de todo, tenía la sangre caliente. Y cada gota ácida que cayó sobre su cuerpo le llenaba de confusión.
Comprendió que Merlina observaba a la creatura que en realidad era Sariel.
Pero lo hacía por ella.
Y la afilada dentadura encontró el cuello, desgarrando la piel, llenando su boca con sangre hechizada, saturada con sabiduría obscura, antigua.
La separó de él.
—Tu y yo somos de la misma especie —la mujer habló sofocándose, mezclando sus lágrimas con su propia sangre—. La niña te traerá problemas.
«No importa», pensó Sariel. Hundió su delgado brazo en un costado de la mujer, percibiendo su dolor, su extinción ingrata. Tomó el negro corazón que se convirtió en arena.
El resto de su cuerpo se marchitaba lentamente, contrayéndose en una combustión invisible propia de aquellos que poblaban la noche.
Sariel lloraba. No sería inocente a los ojos de su Merlina
«Yo por ti me moriría de nuevo», la besó en la frente.
Para ella Sariel siempre sería inocente. Por que los niños siempre buscaban un refugio, un amigo imaginario que los protegiera, que los escuchara. Merlina tenía mucha suerte, Sariel era real. Tomó del suelo una baraja de lotería. El Diablito bailaba gozoso en aquel rectángulo de cartón. Sariel era parte de una lotería obscura que se abría paso en tierra extraña. Sonrió.
La calma.
Aquellos seres nocturnos no existían. No en este mundo. No al que alguna vez Merlina había pertenecido.
La anciana abrazó a Merlina y la santiguó con una fe envidiable. Descolgó de su estantería un pequeño amuleto, una semilla redonda, obscura, un ojo de venado. Lo colgó alrededor del pequeño cuello. Ahora Merlina estaría más protegida que nunca.
—¿Quién es Merlina? —preguntó Sariel a la anciana.
—Tu corazón —la anciana le acarició las heridas que de inmediato sanaron.
Había cosas en el mundo que se podían curar.
Los vio alejarse.
—¿Y tú que eres? —Merlina preguntó mientras descansaba su cabecita en el hombro de Sariel
Él no contestó. No lo haría.
Sariel la cargó de camino a su refugio. Y por primera y única vez le leyó un sueño, mismo que guardaría como un preciado tesoro.
Merlina durmió hasta muy tarde al día siguiente, sujetando con firmeza el ojo de venado sobre su pecho. Al despertar, observó a Sariel en su trance, y recordó lo que él le había dicho en sueños:
«Aquí es la encrucijada, Merlina. Soy parte de ti, y te protegeré hasta que crezcas, hasta que llegue el punto en el que comprendamos tu verdadera misión en este mundo cambiante. Podrás contarle a la gente sobre nuestras experiencias, lo contarás cuando seas una verdadera bruja, pero mientras descansa, soy solo un demonio que desplaza leyendas que poco a poco mueren, y créeme que no es nada fácil llevar esta carga...
«Te amo.»
Merlina abrazó a su vampiro, esperando pacientemente hasta que el crepúsculo los reuniera de nuevo.
Gerardo Sifuentes
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